CAPITULO III: JUANA LA LOCA

Pasaron tres meses y Arturo había perdido la esperanza de que Susan Blue pudiera contactarlo. Era probable que el globo verde con su número de celular se hubiera deteriorado entre toneladas de basura. Sin embargo, continuaba mirando el chat de su celular y Susan aparecía en línea, pero esta vez había cambiado su foto de perfil. En la nueva foto, aparecía con un buzo negro abriendo los brazos, y tras de ella, las alas de un ángel hechas en mármol. Arturo concluyó que la foto había sido tomada antes de que comenzara su tratamiento de quimioterapia, ya que su aspecto físico era diferente. Por otro lado, Dormitar, el misterioso personaje que había estado apareciendo en su casa, no se había vuelto a manifestar. Arturo continuaba tomando café con la misma ritualidad de siempre, pero ya no veía a Susan desde hacía muchos días. También había dejado de buscar al anciano con rasgos orientales, ya que era obvio que nunca aparecería. Sin embargo, Arturo se dio cuenta de que Dormitar había estado cuidando de la casa y acompañándolo todo este tiempo. Era un buen cuidador, después de todo. En cuanto a la fundación Fundayudar, las cosas habían mejorado significativamente. Arturo había conseguido donadores y había podido costear un lugar para la sede principal de la fundación, ubicada en una de las principales calles de Bucaramanga. La entrada tenía una gran pancarta con el logo de la fundación y personas comenzaron a acercarse para ofrecerse como voluntarios. Rápidamente, el trabajo con 13 personas comenzó. Arturo contactó con Franka, una amiga con carisma y dinamismo para capacitar a los jóvenes voluntarios, en su mayoría estudiantes de pregrado de diferentes universidades. Franka se reunía con ellos tres veces a la semana y entre todos ensayaban rutinas, canciones, bailes y charlas sobre el cáncer y otras enfermedades de interés. La enfermera jefe María se unió a la capacitación de los voluntarios y les enseñaba sobre los aspectos médicos y el trato adecuado para los pacientes del hospital. Arturo le preguntaba frecuentemente sobre Susan, pero María respondía que no sabía nada de ella desde el último día de quimioterapia. Arturo le preguntaba con ingenuidad si tenía el número de celular de Susan, pero María respondía negativamente, ya que Susan le había pedido que no revelara nada sobre ella. Él prefería afrontar la situación y confesarle a Susan su verdadera identidad en lugar de seguir esperando un mensaje que nunca podría llegar. Decidió consultar con Dormitar, el misterioso gato que habitaba en su casa. 

Al entrar en la casa, Arturo lo saludó y percibió que el animalito quería hablarle. Para callarlo, Dormitar se lanzó sobre Arturo intentando tapar sus ojos con la cinta roja que lo envolvía, pero Arturo lo detuvo con un grito.  

- ¡Quiero que hablemos! -dijo Arturo-. Sobre Susan y nada más. 

- Qué novedad, Arturo -respondió Dormitar con sarcasmo-. ¿Estaría mal si yo le escribiera a ella y comenzara a tener puntos de encuentro? 

-Desde todo punto de vista -respondió Dormitar-. Fue usted quien le dio la opción de escribirle cuando se encontrara valiente. Considero que, si aún no la lee, es porque aún no está preparada para ello. 

Arturo se dio cuenta de que Dormitar tenía razón. Decidió no presionar a Susan y esperar a que ella estuviera lista para hablar. 

- ¿Qué sabe sobre "Juana la loca"? -preguntó Arturo, cambiando de tema.  

- ¿Qué desea saber de ella? -respondió Dormitar con seriedad-. Es una mujer diferente, la primera que conozco de su especie. 

- Lo que usted desee contarme está bien -dijo Arturo, intrigado. 

- Preste atención entonces, dado que la próxima vez que vuelva a contar algo de mí, será cuando toda mi misión esté terminando -dijo Dormitar, estirando sus patitas y mojando su lengua con una gota de agua que se encontraba cerca, tomando Arturo asiento en el suelo donde Dormitar lo había tirado. - Juana era una mujer que a veces se creía burro, otras era una diosa y muy rara vez era Juana. Una mujer con una identidad fragmentada, que vagaba por las calles sin rumbo fijo, atrapada en un ciclo de autodestrucción. Su vida era un reflejo de su inestabilidad emocional, fluctuando entre la autoconciencia y la desconexión. Comenzó a caminar por las calles a temprana edad, primero como un juego, luego en busca de aventura, después en busca de marihuana y finalmente en busca de heroína. La falta de economía la llevó a recurrir a pegantes industriales, más económicos que un desayuno. Su hogar era la calle, su cama un puente o una alcantarilla, y su cobija un periódico o un saco. Los zapatos de Juana estaban formados por una gran capa de polvo que hace meses no lavaba, un polvo que viene del humo de los buses, de otros zapatos, de mercancía de los locales, de escupitajos, de la sangre de los animales que llegan a la plaza a medianoche, de las escamas de pescado en las mañanas y de cuanta mugre traiga el viento, zapatos que Juana quitaba cuando era consiente que es Juana, zapatos cubiertos de polvo y mugre, un reflejo de su estado emocional. Cuando era consciente de su identidad, se quitaba los zapatos y caminaba descalza, sintiendo el calor del sol en sus pies. Pero con el paso del tiempo, se cansaba de ser Juana y se convertía en un burro, perdiendo su sentido de autoconciencia y sumergiéndose en su adicción. Caminaba sin rumbo, como un burro que ríe, huele y se droga, sin conexión con sus deseos personales ni su vida. La ironía de su situación era que, en su intento de escapar de la realidad, se había convertido en un reflejo de lo que menos deseaba ser. Juana era un ejemplo trágico de cómo la adicción puede consumir la vida de una persona, llevándola a perder su identidad y su sentido de propósito. A medida que caminaba, Juana se preguntaba si algún día dejaría su vicio y se haría dueña de su vida. Pero por ahora, seguía sumida en su adicción, atrapada en un ciclo de autodestrucción que parecía no tener fin. La historia de Juana es un recordatorio de que la adicción es una lucha constante, y que a veces, la búsqueda de escape puede llevarnos a perdernos a nosotros mismos. Su ropa estaba compuesta por un trapito viejo que se puso en un estado de lucidez, con roticos, con pepitas que hacen juego con los roticos que dejan ver la piel sucia y manchada de Juana, piel curtida y olorosa a ella, a calle, a casa, a su mundo, a su poder y con lo cual había impregnado su ropa. Olía a ella. El olor era tal que no se podía contener en los pulmones, que de olerla era necesario aire limpio. Olía a mujer, a animal, a mujer de calle, a calle, y las calles huelen a tierra, a cemento mojado, a lluvia, a sol, a humo, a sudor de las gentes, a caos, a orines, a la nube de esmog, a chispeo de aceite, a café de pepa, a perfume, a comida grasienta, acido jugo de naranja, piña y mango partido, a perro caliente en promoción, a bolsas de basura, a cigarrillo, a vicios, a cachito, a licor, a babas, a palomas, a trajes que van a almorzar, a hierbas y fruta. Así olía Juana, pero ella misma no lo sabía. Estaba tan acostumbrada a su olor que aun siendo Juana no lo percibía. Mientras estaba con su nariz metida en la bolsita olvidaba que es ser burro, y ya con los efectos de lo que podría ser su desayuno, almuerzo y/o cena se sentía una diosa. Su cuerpo tenía ciertos recuerditos de puñaladas por riñas tontas como por alcantarillas olorosas, por puentes bajitos, por una botella de plástico, por un pedazo de pan o un hueso con carne encontrado en la basura por otro o por un perro. Era tanto el degenere de Juana, que podía pasar días sin comer y dando vueltas por las calles, atravesar toda la ciudad de punta a punta y no saberlo, incluso ser ultrajada por otros de su misma especie y ella no recordar nada, aun cuando sentía gusto por las mujeres. Soñaba Juana cuando vivía en la calle con unas carreteras limpias, las personas con cara de gato, o de perro, o de pájaro, con agua que sabe a fresco royal al haber rosado las tejas y las canaletas de los locales del centro, con nubes de espuma que desde el andén soplaba y estas se movían y le hacían mover el suelo. ¡Que raye era el de Juana! Se sentía tan ligeramente poderosa y feliz que creía que el mundo era suyo, que nada le iba a pasar, que incluso cruzaba las calles sin pedir permiso, que miraba sin ninguna expresión en su rostro y sin ninguna profundidad en sus ojos. Era Juana una mujer coqueta con aquellos perros y animales. A su vez y en medio de tanto poder era sencilla y humilde que aceptaba desde $50 pesos a un pan, ya sea por caridad de un transeúnte o porque algún "Juan" le estaba cobrando un favorcito que ella nunca había pedido. Que gentileza la de Juana que no se negaba. En su estado no sabía decir "no" y solo sonreía, a lo que los "Juanes" tomaban como un "sí" y un verdadero estado de placer, pero lo que ellos no sabían y nadie sabía es que Juana siendo Juana profesaba gusto por otras de su mismo sexo. Mientras la realidad la golpeaba sin piedad, Juana se sentía anestesiada, sin sentir nada, sin conexión con su cuerpo o su mente. Sus ojos, siempre fijos en el cielo, parecían buscar algo más allá de la miseria que la rodeaba. Abajo, había visto todo, la pobreza, la desunión familiar, la falta de apoyo, la calle y la representación de la calle era Juana la loca. Pero arriba, había formas por descubrir, olores por los cuales viajar, colores que la hicieran alucinar. Juana no le pertenecía a nadie, era una ilusión mágica, el deseo pecaminoso de un hombre, las ideas incompresibles de una mujer, las formas de las nubes, las ofertas y remates, el dinero mal invertido, la sonrisa que nadie entiende. Representaba el escape de todo y todos. Pero a medida que sus neuronas morían, víctimas del pegante y la heroína, Juana comenzó a adquirir gusto por volar. Su amor por las agujas se incrementó, su ritmo cardíaco aceleró y su cerebro se llenó de ilusiones sin base alguna. Había perdido la razón, el tiempo, la conciencia, los recuerdos, la distinción entre lo bueno y lo malo. Era Juana una mujer loca para muchos, aunque cuerda para los suyos. Podía ver ángeles caminando desnudos por las calles buscando las plumas para poder armar sus propias alas y subir al cielo. Y aunque nadie lo sabía, Juana podía mover las nubes con su aliento, como si su cuerpo estuviera lleno de carácter y energía. Se sentía Juana una diosa entre hombres, amada y rechazada, juzgada, capaz de controlar las nubes y su cuerpo, su droga, su adicción, la dosis y la sensación. Imaginó un día que ella tenía alas, que con cada inyección en sus brazos había logrado los miembros que todos buscaban y que de tanto inhalar poseía demasiado aire en su cuerpo como para poder por fin volar. En ese momento, Juana se sentía invencible, capaz de conquistar el cielo y la tierra. Pero en realidad, estaba atrapada en una espiral de autodestrucción, sin escape posible. Su adicción la había consumido, y su mente estaba llena de ilusiones y fantasías. Pero en su corazón, Juana sabía que nunca podría volar, que nunca podría escapar de su realidad. Una mañana cuando el sol le dio en el rostro se adentró en un edificio vacío, camino sonriendo y pensando que sería la última vez que tocaba el suelo, mirando las nubes y pensando que estaban cerca, que aquella bola en el cielo no era el sol sino la luna que estaba despierta y que la llamaba a subir con aquellos rayos que alumbraban su rostro. Subió Juana de forma lenta cada escalera hasta el undécimo piso y para ella el tiempo no había pasado. Se acercó a la ventana y observo la ciudad. Imagino que la volaría. Pensó que al volar iría a visitar a "el flaco" y desde lo alto le gritaría "míreme hijueputica y (escupiéndolo) cómase mis babitas celestiales", que el flaco se arrepentiría por haberla dejada votada con la excusa que la heroína no servía para nada. Ahora ella pensaba que le serviría para volar. Luego pensó en visitar a sus papás y regalarles una nube para cambiarles el colchón que tenían desde hace 25 años. Se subió en la ventana de forma lenta y torpe. Sintió el aire en sus mejillas, sintió su grandeza una vez más, sintió aquella ilusión de volar sin alas. Se soltó. Juana cerró los ojos y movió sus hombros esperando que sus alas reaccionaran. Creyó que se habían abierto. En su mente vio las alas abiertas y tres plumas que se desprendían de ella. Su cuerpo abatió en el pedimento y gran parte de su rostro quedo convertido en aquella sopa de guisantes que Juana odiaba, por el contrario, su alma siguió y sigue cayendo. Aún Juana no abre los ojos. Los de su especie pensaran que estaba cuerda y que ahora es una diosa, el resto solo piensa que era Juana la loca. 

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