CAPITULO IX CONGLOMERADO DE SENSACIONES
Pasaron los días, y de la mano de Susan, la fundación creció un poco más. No solo mejoró en lo económico, sino también en calidad humana. Su presencia —organizada, luminosa, persistente— atrajo voluntarios, ideas y sonrisas que antes no llegaban.
En medio de aquella vorágine de gestiones, Susan logró conseguir entradas gratuitas para un parque ubicado en una de las lomas del municipio llamado “Laflor-ida”. Para la salida se alquiló un bus con capacidad para cincuenta personas, y entre los asistentes, por fin, pudo ir Mariana: la niña del linfoma.
Mariana viajó junto a su madre, sentadas justo delante de Arturo y Susan. Durante el trayecto, la pequeña se puso de pie en el asiento, desobedeciendo suavemente las advertencias de su mamá. Sus ojos curiosos se posaron por primera vez sobre Susan. Era su primer encuentro visual.
Susan le sonrió con dulzura y extendió una mano, queriendo saludarla. Mariana, sorprendida, se intimidó un poco y volvió a sentarse en silencio. Pero al poco tiempo, volvió a levantarse, ignorando nuevamente el llamado materno. Miró a Susan con más confianza esta vez.
—Yo me llamo Mariana —dijo con una voz tan suave que hizo vibrar el pecho de Susan.
Arturo, divertido, le susurró a Susan:
—Tóquele la nariz… vamos.
Sabía que a ella no le gustaba demasiado esa parte de su rostro, pero también sabía que un gesto así podía romper barreras.
Mariana, con su espontaneidad intacta, lanzó la mano y tocó la nariz de Susan. Arturo estalló en una risa sincera, y pronto ambas, Susan y Mariana, lo acompañaron. Fue el inicio de algo tierno e inexplicable.
Cuando bajaron del bus, caminaron juntas por los senderos del parque. El sol suave y el viento tibio parecían abrazarlas. En uno de los tramos, Susan pisó mal y su talón se torció. Se detuvo de golpe y soltó un pequeño quejido de dolor. Mariana se acercó sin dudarlo, puso su mano sobre el pie de Susan y, como si la magia fuera parte de su sangre, le dijo:
—Sana, sana, colita de rana… si no sana hoy, sanará mañana.
Susan sintió una punzada de emoción que no tenía nada que ver con el tobillo. En ese momento supo, sin saber cómo, que desde ese día quería a Mariana. No era compasión. Era amor verdadero, de ese que no pide ni exige.
—En un ratico el dolor se va. Solo hay que esperar. Cuando esté lista, me avisa y seguimos caminando —agregó la niña, con una sabiduría que desarmaba.
Susan sonrió, sentada en una roca, mientras observaba a Mariana hablarle con una naturalidad que desafiaba la enfermedad que llevaba dentro. Supo luego que aquella frase sanadora era un hábito. Mariana lo hacía cada vez que sentía dolor: se tocaba la parte afectada y se cantaba. Algunos dirían que era efecto del tratamiento. Pero no. Era fe. Una fe tan pura que parecía curar lo incurable.
Mariana no se parecía a nadie más en la fundación. Era desinteresada, generosa, y sorprendentemente lúcida. Una tarde le contó a Susan que una vez, en plena madrugada, salió por la ventana y voló sobre la ciudad entera. Aún no sabía cómo lo había hecho, pero aseguraba que volvería a hacerlo. Que algún día construiría unas alas solo para ella, y volaría de nuevo.
Allí, en lo alto de la loma de Laflor-ida, Mariana le enseñó a Susan a sumar con los dedos. Le mostró que los números podían ser amigos y no enemigos, y que en su mundo —aquel donde convivían la enfermedad y la fantasía— todo tenía una explicación poética.
—Yo sé que me voy a morir —le dijo un día, con la calma de quien ya hizo las paces con lo inevitable—. Pero no es tan triste. Así mi mamá podrá descansar un poquito.
Susan no respondió. Solo la abrazó. En ese momento entendió que no se trataba de salvar a Mariana, sino de dejarse transformar por ella.
El sol estaba por esconderse detrás de las montañas cuando Mariana se acercó a Susan con un gesto solemne, como si viniera a entregarle una invitación secreta.
—¡Profe! Venga... Le quiero mostrar algo —le dijo, tomándola de la mano con fuerza y ojos brillantes.
Susan, que estaba sentada leyendo en el jardín de la fundación, cerró el libro sin pensarlo. Mariana no pedía, convocaba. La condujo por el sendero de grava que rodeaba los árboles hasta llegar a un claro, una pequeña colina desde donde podía verse el pueblo completo. El cielo tenía tonos lavanda y naranja, y el viento fresco acariciaba las mejillas como una madre silenciosa.
—Aquí es donde yo me vuelo —dijo Mariana, sentándose en el pasto. Luego señaló el cielo—. No con alas de verdad, ¿cierto? Con estas —alzó las manos, como pajarito— y con esta —se tocó el pecho—. Con el corazón.
Susan se sentó a su lado. No sabía bien qué responder, pero no era necesario. Mariana continuó:
—Es que... hay gente que camina todo el día con piedras en los pies. No de verdad, ¿sí? Sino de esas que uno no ve. Piedras que duelen aquí —se tocó el estómago—. Y esas piedras no dejan volar.
Susan la miró, sorprendida.
—¿Usted también tiene piedras? —preguntó Mariana bajito—. Yo sí… unas chiquitas, otras pesadas. Pero cuando vuelo, se me olvidan un rato.
Susan se quedó en silencio. Sentía un nudo en la garganta, pero no quería deshacerlo todavía.
—¿Y cómo haces tú para volar?
—Primero cierro los ojos. Así —lo hizo con fuerza exagerada—. Después imagino que mis pulmones están llenos de aire del bueno, como cuando uno está en el parque. Y que mi corazón no está cansado ni triste. Entonces me imagino que soy livianita, como una hoja. Que todo lo feo se cae solito, como cuando uno se quita los zapatos después del colegio.
Mariana inspiró hondo, estiró los brazos como si fuera un avión, y por un momento, Susan juró que de verdad se había elevado. No del suelo, sino de todo lo que la ataba.
—¿Y qué ves cuando vuelas? —preguntó Susan, con la voz temblorosa.
—Veo a mi mamá dormidita sin dolor. A usted riéndose más, como cuando le da risa y se tapa la boca. A Arturo cocinando sin quemar la sopa. Y me veo a mí… sin miedo. Corriendo, saltando, cantando. Como si ya no tuviera que ir al hospital nunca más.
Susan se cubrió los ojos. No lloraba porque la niña le diera lástima. Lloraba porque ella no recordaba la última vez que había volado así, sin miedo. Había pasado la vida sosteniéndose con deberes, con listas, con gestos medidos, sin soltar nunca el control. Pero ahora, con esa niña que hablaba como si viniera de otro mundo, sentía ganas de dejarse llevar.
—Cierre los ojos, profe —dijo Mariana con dulzura—. Yo le enseño, ¿sí?
Susan obedeció.
—Ahora respire bonito... como si oliera chocolate caliente. Y piense qué cosas quiere dejar aquí en la tierra. Las que pesan mucho, las que no la dejan volar.
Susan pensó: el miedo a perder, la culpa de no haber sido suficiente, el dolor que no he contado, la costumbre de esconderme en el deber.
—¿Ya? —susurró Mariana—. Ahora imagínese que se suelta. Como si fuera un globo. No se va a caer, ¿oyó? Solo va a subir. Y todo lo feo se queda abajo. Volar no es escaparse. Es como... recordar que uno también puede ser feliz.
Susan sintió una presión dulce en el pecho, como si algo se abriera. No sabía cuánto tiempo duró ese momento, pero cuando abrió los ojos, el cielo ya estaba salpicado de estrellas y Mariana la miraba con una sonrisa que no parecía de este mundo.
—¿Sí voló? —preguntó la niña, con ojos grandes.
—Sí —respondió Susan, conteniendo la emoción—. Me enseñaste a volar.
—¿Ve? Es más fácil cuando uno no carga tanto. Usted no está enferma como yo, pero a veces vive como si sí. Como si se olvidara de jugar.
Susan asintió. Esa niña le había dado una de las verdades más profundas que jamás había escuchado.
—¿Y tú? —preguntó Susan—. ¿Volverás a volar por la ventana?
—Sí —dijo Mariana, sin dudar—. Cuando ya me toque, voy a salir calladita... como los sueños. No para irme. Sino para estar en todas partes. Hasta en su risa, profe.
Susan la abrazó. El viento soplaba más fuerte. Y aunque no se movieron del suelo, aquella noche, ambas volaron juntas.
Mariana resultó ser una niña de buenas intenciones, respetuosa y amable. Cerca de terminar el recorrido por aquel parque, todos los asistentes se tomaron una foto juntos. Mariana posó en medio de las piernas de Susan, quien la rodeaba con los brazos por la cintura.
—¿Por qué una foto a mi lado? —preguntó Susan, sonriendo con dulzura.
—Porque es nuestra primera foto juntas —respondió Mariana—. Y porque cuando nos vayamos de aquí, ya no volveremos. Es que los que se van… nunca regresan.
Aquellas palabras, pronunciadas en lo alto de la colina, quedaron grabadas en el corazón de Susan. Dos años más tarde, cuando la vida volviera a pedirle que fuera fuerte, valiente y esforzada, las recordaría como si acabaran de ser dichas.
Hacia las seis de la tarde, todos debían esperar el vehículo que los llevaría de regreso a la ciudad. Sin embargo, el transporte se retrasó: una llanta se había desinflado. Hacía frío en ese lugar, así que los niños, sus padres y Franka se resguardaron en una de las instalaciones del parque, protegidos del clima.
Susan y Arturo decidieron esperar bajo una carpa. Allí había dos sillas y una caja grande de madera, rectangular. Conversaron un rato, hasta que ella, cansada, se recostó sobre la caja. Arturo sacó su celular y puso música suave para llenar el silencio entre las gotas de lluvia, que ya comenzaban a caer.
Él la contempló. Observó su piel, su figura tranquila y serena sobre aquella superficie rústica. Se la veía en paz consigo misma. Ignoraba lo que ella pensaba, pero algo dentro de él se negaba a parpadear, como si quisiera guardar esa imagen para siempre. Fue en ese instante cuando empezó a reconocer lo que sentía por Susan.
Ella, con los ojos cerrados, quizá pensaba en lo vivido unas horas antes, cuando ambos se subieron a aquel columpio gigante que daba directamente a un abismo. El paisaje era indescriptible. El sol comenzaba a ocultarse detrás de la montaña, algunas gotas de lluvia caían sobre sus cuerpos… y allí estaban: juntos, tomados de la mano, con la adrenalina recorriendo su sangre como nunca antes.
Una leve sensación de miedo los envolvió cuando el operador elevó el columpio y este comenzó a balancearse al borde del vacío. Arturo sintió confianza al tener a Susan a su lado. Apretó su mano con fuerza y sonrió con nerviosismo. Ella, en cambio, parecía disfrutar cada instante.
—¿Tiene miedo, Arturo? —le preguntó Susan.
—Sí —respondió sin dudar.
—Ya es tarde para bajarse. No cierre los ojos. Míreme. Todo va a estar bien.
Se miraron. Por primera vez, Susan lo observó con ternura. Y como si el pensamiento hubiera nacido en ambos al mismo tiempo, los dos se dijeron por dentro: “Si muero, quiero que lo último que vea sea a él… o a ella.”
Entonces, sin previo aviso, soltaron el columpio. Este se balanceó una y otra vez, cortando el aire. El vacío bajo los pies, el viento en las mejillas, la lluvia, los gritos emocionados de quienes los acompañaban…
—¡Abra los ojos, Arturo! —gritó Susan—. ¡Mire esto! ¡Confíe en mí!
Arturo obedeció. Y la vio. A Susan. Llena de vida, feliz, como si en cualquier momento pudiera echar a volar hacia el sol como una mariposa.
Ella, mientras se columpiaba, pensaba que si ese era su último vuelo, al menos moriría en paz, en medio de un paisaje hermoso. Se maravillaba con la montaña, con el sol escondiéndose, con los perfiles de colinas y riscos dibujados a la distancia, con el río a unos 400 metros bajo sus pies, con las nubes grises, la lluvia, el arcoíris que surgía tímido en el horizonte… y con Arturo.
Él estaba allí. Con ella. En el vuelo más honesto de sus vidas.
Lejos de aquel recuerdo, Arturo depositó su mano sobre el cabello de Susan. Fue la segunda caricia que le ofrecía: deslizó sus dedos entre sus mechones, moviéndolos de un lado a otro con delicadeza, timidez y una ternura silenciosa. Susan se sintió nerviosa. No entendía del todo lo que ocurría ni cómo Arturo se había atrevido a tocarla así. Primero había sido durante la actividad en la fundación, cuando él tenía los ojos vendados; ahora, esto. Sin embargo, no se apartó. Permaneció quieta e inmóvil, dejando que el gesto la envolviera. Apreciaba esa ternura, aunque dentro de sí, se sentía extrañamente débil, sin comprender del todo el porqué.
Allí acostada, los pensamientos comenzaron a arremolinarse. Una y otra vez, su mente regresaba al cáncer. Al finalizar el tratamiento, los médicos le advirtieron que la enfermedad podría reaparecer, expandirse, hacer metástasis. Esa palabra, tan técnica y cruel, se alojaba en su pecho como una espina. No lograba sacársela del corazón, y por momentos, la estremecía.
Poco después, el bus llegó. Arturo fue a avisar a los demás, que seguían resguardándose de la lluvia. Cuando regresó, Susan le dijo que estaba muy cansada, que tenía sueño, que le ayudara a llegar al vehículo. Subieron juntos y se sentaron en el último asiento, al lado de la ventana, compartiendo un silencio lleno de complicidad tras aquella sutil caricia. Susan volvió a mencionar lo cansada que estaba, y Arturo le ofreció su hombro o sus piernas para descansar. Ella eligió lo segundo y apoyó la cabeza sobre sus muslos. Arturo, sin decir palabra, volvió a acariciarle el cabello, pero esta vez también la rodeó con un brazo por la cintura.
Miraba por la ventana mientras Susan dormía, y todo le parecía hermoso. Sentía que su vida marchaba bien, que todo tenía sentido. Ella, en cambio, no se dejaba llevar fácilmente por ese tipo de emociones. Lo ocurrido con Hugo, y todo lo vivido durante su enfermedad, la habían vuelto más cauta. El cáncer le había enseñado a pensar con el corazón, pero también a protegerlo.
Mientras ella dormía, Arturo dejó que sus dedos se deslizasen una vez más por su cabello. Bajaron por su cuello, recorrieron su brazo, su espalda, delinearon su cintura. Luego volvieron por el mismo camino, como si tocara una melodía suave en el piano con las yemas de los dedos.
Llevaron a los niños y sus padres de regreso a la ciudad. Franka, Susan y Arturo continuaron hasta la calle Piña. Allí, Arturo despertó a Susan. Cuando ella abrió los ojos, se dio cuenta de que ya no quedaba nadie más en el bus: Franka había descendido. Se levantó, se estiró con suavidad, y justo cuando estaba por bajar, se devolvió. Caminó hacia Arturo, lo miró a los ojos y, sin decir nada, le depositó un beso en la mejilla. Luego se dio la vuelta y fue tras Franka.
En la ciudad también hacía frío. Había llovido y la neblina comenzaba a cubrir las calles. Decidieron comer algo antes de regresar a casa. Franka llamó a su novio y le indicó el lugar de encuentro. Susan y Arturo propusieron el restaurante “Luna Roja”, y allá fueron una vez más.
En medio de charlas y risas, ya con más ánimo y menos cansancio —quizás gracias a la gaseosa—, decidieron ir a bailar. Para Susan, eso era un pequeño triunfo. Hacía muchos meses que no iba a una discoteca. Entre el agotamiento del tratamiento y la rutina opresiva que había vivido con Hugo, su cuerpo no recordaba el movimiento libre de la música. Por eso, al escuchar la propuesta, se animó de inmediato. Franka, con su energía inagotable, fue la primera en levantarse.
Arturo, por su parte, era algo torpe con los pies. Tanto, que en su familia lo apodaban “el tronco Jerez”. Era el único de los suyos a quien se le dificultaba el baile. Sin embargo, había aprendido a mover con destreza los dedos sobre el piano, y encontraba allí su refugio. Nadie de su familia sabía de eso, y quizás por eso lo disfrutaba aún más.
Hallaron un lugar a dos cuadras del restaurante. En su exterior colgaban plantas y las paredes estaban decoradas con jeroglíficos pintados a mano y figuras egipcias. El interior no guardaba relación: mesas de madera, sillas de cuero, luces rojas por todo el recinto y una pista de baile que brillaba con colores vibrantes.
Pidieron cerveza dorada, mientras Susan eligió un jugo de mango en agua, pues aún se cuidaba de las bebidas alcohólicas. Franka y su novio bailaron sin parar, contagiados de alegría. Susan y Arturo, en cambio, se quedaron sentados al principio. La música era tan fuerte que solo podían hablar muy cerca del oído. Fue en esos acercamientos donde Susan descubrió por primera vez el olor natural de Arturo. No era exactamente sudor, era... otra cosa, un “no sé qué” que le resultó agradable. Cerró los ojos un instante, como si quisiera guardar ese aroma para siempre en la memoria, y en medio de la conversación, aspiró fuerte. Lo guardó para sí, como un secreto que aún no estaba lista para compartir.
Aquel aroma lo guardó en su lista mental de cosas que le gustaban, y me adelanto a decir que, con el tiempo, lo reconocería en cada camisa de Arturo que usara.
Arturo, por su parte, olió a Susan. Y, al igual que Jean-Baptiste Grenouille en El Perfume, deseó guardarse aquel olor solo para él. Recordó aquella conversación en su oficina, donde prometía comenzar una lista de fragancias memorables, y supo en ese instante que debía empezarla con Susan.
En medio del ruido y las luces, mientras ella reía cerca de su oído, a Arturo le cruzó por la mente una frase que se repitió como un susurro:
"Señorita Susan, el olor de su piel me resulta el favorito de todos, el primero de una lista larga que recorre el campo y llega a una ciudad dulce… Usted huele a chicle y fresas con crema, a usted misma, a su sudor —que no es sudor—, a una dulzura que se evapora como su forma de ser. Me pregunto mientras la descubro: ¿usted sabe a qué huele? Si es así, me gustaría morderla, chuparla, comérmela de a poquito… para que no se me acabe. Y no lo digo por su estatura, ni mucho menos..."
Como si fuese un ritual, cada vez que Arturo pensaba una frase así, debía escribirla. Y esa misma noche, con el mismo impulso, tomó su celular y la publicó como estado de WhatsApp.
Señorita Susan: el olor de su piel me resulta el favorito de todos, el primero de una lista larga que recorre el campo y llega a una ciudad dulce… es que usted huele a chicle y fresas con crema, a usted, a sudor, a un sudor que se evapora y es dulce como su forma de ser. Me pregunto mientras la descubro ¿usted sabe de la misma formo como huele? Si es así, me gustaría morderla, chuparla, comérmela de a poquito para que no se me acabe, y no lo digo por su estatura ni mucho menos, sino por el hecho de que no deseo desperdiciarla o que se derrame una sola gota de usted. Le digo entonces nuevamente que su olor es el primero de todos; después de ello se encuentra el olor a lluvia en el pasto, seguido de la tierra mojada y la pintura fresca. La lista como ve no es muy larga como quizás pensaba, pero con ello puede darse cuenta de que usted en todo su conjunto comienza a abordar y apoderarse de mí, incluyendo ahora mis dos orificios nasales y los receptores de olores que en mi nariz se encuentran. Si me pusieran a elegir de los Diez mil olores que podemos oler, yo escogería quedarme con el suyo. Podría si usted se quedara a mi lado, de modificar mis diez millones de receptores de olores que llegan hasta el nervio olfativo y que luego trasmite las señales al bulbo olfativo. Así, señorita Susan, seguiría usted guardada e inmortalizada en mí. Podría entonces reconocerla a metros de distancia dado que no olería nada más que a usted y eso me sería suficiente, es que usted huele a chicle y fresas con crema.
Atentamente, Arturo Jerez
Susan lo miró, sonrió con picardía y le dijo:
—¿Bailamos?
Él negó con timidez.
—No… no puedo. Soy torpe con los pies.
—Yo podría enseñarle. Vamos —insistió ella con dulzura.
—Hoy me subí a un columpio por usted… y estuvo bien —respondió él, riendo—. Pero levantarme a bailar sería un desastre. Como dicen los abuelos: no doy pie con bola.
—Vamos, Arturo. Por favor… Esa canción que suena me gusta mucho. Sería la primera que bailamos.
Y sin esperar respuesta, se puso de pie y lo tomó de la mano.
—Se va a arrepentir de querer bailar conmigo —dijo Arturo mientras se levantaba y la seguía a la pista.
Sonaba “Tienes la magia”, una canción que combinaba merengue con toques de Caribe, pensó Arturo. Susan se sabía la letra y el ritmo a la perfección. Le tomó las manos con firmeza, le indicó dónde colocarlas y cómo moverse. Así comenzó Arturo, con sus pies torpes y pasos a destiempo.
A Susan le pareció tierno ese intento descoordinado de seguirle el paso. Le soltó una mano y lo hizo girar, riendo. Luego, con una mezcla de gracia y picardía, empezó a bailar frente a él. Sus movimientos eran armónicos: los pies, los brazos, las caderas, el cabello y la mirada parecían parte de un mismo lenguaje. Arturo no podía hacer otra cosa más que observarla, embelesado.
Susan, pensó, no era ni recatada ni atrevida. Era simplemente sensual. Así, así la definió él.
Una hora después, decidieron volver a casa. Franka y su novio abordaron un taxi y se despidieron, dejando a Susan y Arturo en una esquina solitaria.
—Yo vivo cerca de aquí —dijo ella—. Con mi madre, a unas cuadras.
—¿Y… su hijo?
—Está con Hugo estos días, de vacaciones.
—¿Puedo acompañarla a casa?
—No lo creo conveniente —respondió ella, suave pero firme—. Mejor grabe la placa del taxi en su memoria. Con eso basta.
—No me siento en mis facultades mentales para eso. Podría olvidarla en cinco minutos… o menos. He tomado alcohol, y no soy precisamente brillante con esa bebida.
—Es muy flojo, Arturo. Apenas fueron cuatro cervezas doradas y ya está mareado.
—Sí, soy muy malo, lo reconozco. La primera me quitó la sed, la segunda me dio sueño, la tercera me despertó, y la cuarta me dejó con mala memoria. Aunque... sin alcohol, igual tendría mala memoria.
—¿En serio?
—Así es. Soy un poco olvidadizo.
—No tanto. Pasaron diez años… y aún me recordaba.
Susan le sonrió. Arturo bajó la mirada, ligeramente avergonzado.
—Mejor la acompaño en el taxi —dijo finalmente—. Y luego sigo derecho a mi casa.
Detuvieron el taxi e indicaron la dirección: calle 17 del sector San Francisco. La ciudad parecía dormida, y el silencio de la noche les envolvía como una promesa no dicha. Susan, con voz suave, repitió que estaba cansada, y esta vez se permitió apoyarse en el hombro de Arturo. Su nariz buscó el hueco cálido de su cuello, respirando su aroma como si quisiera llevárselo consigo, como si en ese instante él fuera un lugar seguro.
Arturo, al sentirla tan cerca, alzó la mano y la acarició con ternura, pero no fue como antes. Esta vez, se detuvo en su rostro, trazando lentamente con su dedo índice la línea del labio inferior de Susan, como si quisiera memorizar su forma, su textura, su significado.
Al llegar al destino, Arturo quiso pagar la tarifa, pero Susan, fiel a su carácter, se negó. Buscó dinero en el bolsillo del pantalón, pero no era suficiente, así que pidió al taxista que esperara y subió a su casa, al segundo piso. Mientras caminaba, revisó los estados de WhatsApp y se encontró con aquella frase escrita por él. Sonrió. Se sonrojó. Se sintió querida. Nunca pensó que alguien la describiera así: “a chicles y fresas con crema”. Le pareció dulce, inesperado… y hermoso.
Bajó y pagó la carrera. Antes de que Arturo pudiera decir algo, Susan se acercó y le dio un beso en la boca. Fue breve, casi un roce, pero en ese instante el mundo se detuvo para él. Arturo no lo esperaba, pero en lo profundo de su pecho lo sintió merecido, ganado en pequeñas cuotas de ternura. No pensaba devolverlo, a menos que ella se lo pidiera.
Susan cerró la puerta con suavidad, y el taxista arrancó sin darle tiempo a procesar el momento. Arturo, aún con el calor de sus labios, pensaba en ella. Sabía que Susan no era una mujer que actuara por compromiso. Hacía lo que quería, lo que sentía, sin pedir permiso a nadie. También recordó que ella no era de hablar sin pensar: medía sus palabras, filtraba las emociones antes de compartirlas. Y si se enojaba, prefería el silencio a una herida innecesaria. Esa manera de ser, esa sabiduría emocional, le fascinaba.
Pensó que con una mujer como Susan, el amor podría construirse con respeto, honestidad, buen trato… y mucha comprensión. Lo amaba en ella, aunque solo se lo hubiera dicho una vez, aquella noche de domingo. En su inocencia, Susan le había preguntado si actuaba bien, y él, con una sonrisa, le respondió que no cambiara. Pero nunca le confesó lo que realmente pensaba: que eso, precisamente eso, lo hacía querer quedarse a su lado para siempre.
De pronto, como impulsado por algo más fuerte que la razón, salió de su mutismo.
—Devuélvese, por favor —le dijo al conductor.
Minutos después, bajaba del taxi frente a la casa. Tocó a la puerta con el corazón latiéndole en los labios. La luz de la sala se encendió, y Susan se asomó por la ventana. Al verlo, se asustó un poco y abrió de inmediato.
—¿Sucedió algo? ¿Está todo bien? —preguntó con un tono de preocupación dulce.
Arturo la miró a los ojos. No dijo nada. Solo se acercó, despacio, con una determinación suave. Y entonces, cuando sus labios se encontraron, cerraron los ojos y se besaron de verdad. Por primera vez.
El frío de la noche se disipó. El beso les calentó las mejillas, el pecho, la memoria. Y al separarse, se miraron como dos adolescentes que apenas descubren el vértigo de sentirse vivos… de sentirse elegidos.
Sonrieron.
Porque sabían, sin palabras, que aquello apenas comenzaba.
—Ahora sí debo irme —dijo él, con una sonrisa que intentaba disimular la nostalgia del adiós—. No tuve oportunidad de despedirme antes.
—Lo entiendo —respondió Susan, con una expresión cómplice dibujada en el rostro, como si el juego de la despedida también tuviera su encanto.
Desde el segundo piso, la voz de su madre interrumpió el momento:
—¿Quién es?
—No es nadie, mamá. Ve a dormir, ya voy subiendo —le gritó Susan con un tono dulce, pero firme.
—Hola, suegra —susurró Arturo divertido, y ambos rieron bajito, como dos adolescentes compartiendo un secreto.
—Que tengas una linda noche. Me agradó este día —dijo ella, mirándolo como si quisiera memorizarlo.
—A mí también, princesa —añadió, como si ese apodo ya llevara historia.
—¿La princesa de la montaña? —preguntó Susan con una chispa en los ojos.
—La misma, de ojos verdes y con el don de ver lo que nadie más ve —completó Arturo.
—Ve una llama de amor infinito que no se apaga —susurró ella.
—Por fin lo entiendes… Nos vemos mañana, al mediodía. Como todos los días —dijo él, con la certeza de una rutina que se estaba volviendo hermosa.
Susan se acercó y le regaló otro beso, igual de dulce y espontáneo que el del taxi. Luego cerró la puerta lentamente, como quien no quiere interrumpir un sueño.
—¡SÍ! —exclamó Arturo en voz baja, levantando los brazos como quien celebra una victoria íntima, de esas que se sienten hasta en el alma.
Del otro lado, Susan se quedó tras la puerta, mordiéndose los labios, con el corazón latiendo más rápido de lo que su calma exterior mostraba. Había miedo en su pecho, una pequeña alarma que la hacía preguntarse si debía poner límites, si debía evitar ilusionarse. No quería hacerle daño a Arturo… pero, para esa noche, ya era muy tarde para que ninguno de los dos no sintiera algo.
Arturo caminó bajo la brisa nocturna, reviviendo cada palabra, cada mirada. Se acostó en su cama sin cerrar los ojos. Las agujas del reloj marcaron las cuatro de la mañana, y él seguía mirando el techo, dibujando su rostro en las sombras del cuarto. Por un momento pensó en llamarla, pero se contuvo. No quería parecer imprudente.
Así que hizo lo de siempre. Tomó una hoja, un lápiz… y le escribió una nota.
Una más para ella.
La única capaz de leer entre líneas el lenguaje de su alma.
Señorita Susan: No se como escribirlo. Me gustaría contarlo para revivirlo en mi cabeza una vez mas mientras lo copio. En realidad, no he hecho otra cosa que recordarlo, pero escribir es más difícil que recordar: hay que traducir las imágenes, las sensaciones y los pensamientos en palabras, y no siempre existen las palabras.
Atentamente: Arturo jerez.
—Estoy verdaderamente sorprendido, Arturo —dijo Dormitar, con una ceja levantada y media sonrisa sarcástica—. Veo que los chocolates y esas pequeñeces cursis funcionan... aunque sea un poco. Yo, en cambio, le habría dado un injerto de mí mismo para que lo sembrara. ¿Qué mejor regalo que entregar una parte de uno? Lo llamaría “un regalo del alma”. Un obsequio que venga de adentro, que sea verdaderamente nuestro. No esas baratijas prefabricadas que venden en cualquier esquina.
—¿De verdad lo cree? No suena mal... hacer un regalo así.
—Aunque en su caso tendría que dar un dedo —continuó Dormitar con aire burlón—. Después de todo, es parte de usted, ¿no? ¿Se lo imagina? Usted entregando su dedo meñique, atado con un moño rojo. Un detalle inolvidable.
—Eso ya lo hacemos cuando nos casamos —replicó Arturo, sonriendo—. Aunque de forma simbólica. No nos cortamos un dedo, claro, pero sí dejamos allí un anillo, como símbolo de unión y compromiso.
—Charlatanerías humanas... —bufó Dormitar—. ¡Qué especie tan rara y melodramática!
Susan y Arturo continuaron viéndose durante varias noches más. Sin embargo, algo había cambiado desde aquel beso que compartieron. Era sutil, casi imperceptible para alguien que no los conociera, pero Arturo lo sentía. Susan se mostraba diferente: más distante, más silenciosa en ciertos momentos, más esquiva en otros. Había días en los que salía temprano del trabajo sin avisar, o llegaba tarde sin explicación alguna. Una vez lo llamó, con voz tenue, para decirle que debía ir al médico, que era solo una cita de rutina, unos exámenes para asegurarse de que todo estaba bien. No dio más detalles.
Arturo, aunque confundido, decidió no presionarla. Entendía que cada persona tiene sus tiempos, sus silencios y sus propias batallas. Así que eligió seguir adelante con sus propios proyectos, enfocarse en aquello que podía controlar. Un día, sin pensarlo demasiado, se inscribió en una convocatoria laboral en la ciudad de Monterrey, México. No sabía si lo aceptarían, pero la idea de un nuevo comienzo en otro lugar le parecía cada vez más atractiva.
Mientras tanto, en la fundación donde trabajaba como voluntario, la vida continuaba con su habitual mezcla de caos y ternura. Con el equipo reunieron fondos para comprar útiles escolares: cuadernos, colores, mochilas, lápices, borradores... lo necesario para que los niños pudieran continuar sus estudios con dignidad. También organizaron una actividad especial llamada “Super Cangrejo”, una jornada lúdica pensada para regalar alegría a los pequeños.
La dinámica consistía en un recorrido de veinte minutos en el que los niños se encontraban e interactuaban con superhéroes —personajes interpretados por los mismos voluntarios, disfrazados con entusiasmo y creatividad—. La fundación se transformó por completo: murales improvisados, luces de colores, música alegre y una atmósfera mágica que contagiaba hasta al más escéptico. Al finalizar el recorrido, cada niño se tomaba dos fotos: una con su superhéroe favorito y otra con todos los voluntarios disfrazados, como recuerdo de ese día inolvidable.
El evento empezó muy temprano. A las siete de la mañana ya estaban organizando los últimos detalles y a las diez se abrieron las puertas para los niños de la fundación. La primera parte del día, hasta las cuatro de la tarde, estuvo reservada solo para ellos. Después, permitieron la entrada a cualquier persona que quisiera asistir, siempre y cuando lo hiciera en compañía de un menor y con la entrada correspondiente.
La afluencia fue mayor de lo esperado. Enfermeras y doctores del hospital central llegaron con sus hijos. También asistieron familiares de los voluntarios, vecinos del sector y desconocidos que vieron la publicidad en las calles. El lugar rebosaba de alegría y emoción. El evento terminó oficialmente a las nueve de la noche, momento en el que todos —agotados pero felices— se sentaron a compartir una comida rápida y algunas carcajadas sinceras.
Fue en ese instante, cuando Arturo se encontraba lavando sus manos en uno de los lavabos del lugar, que Susan se le acercó. Su voz era suave, como si le costara pedir lo que estaba a punto de decir.
—¿Podrías llevarme a casa? Hoy mi madre no está y la calle se pone algo sola a esta hora… no tengo quién me espere mientras entro. Pero si no puedes, no hay problema, lo entiendo.
Arturo la miró con cierta sorpresa, pero también con una ternura que ya no podía ocultar.
—Por supuesto —respondió—. Yo la llevo.
Salió primero de la fundación y esperó dentro de su automóvil. Mientras Susan se despedía de algunas personas, él revisó sus bolsillos con nerviosismo, se aseguró de no tener mal aliento y miró los mensajes de su celular. Afuera, el cielo empezaba a llorar. Pequeñas gotas de lluvia comenzaron a caer sobre el parabrisas, como si el universo se preparara para una escena melancólica.
Cuando Susan salió y lo vio, le sonrió. Esa sonrisa, aunque breve, bastó para desarmarlo por completo.
Durante el camino, en el primer semáforo en rojo, Susan rompió el silencio:
—¿Podemos ir a tomar algo? A conversar un poco…
Arturo se quedó pensativo. ¿No acababa de decir que quería llegar pronto a casa porque no había nadie? ¿No era ese el motivo por el cual había pedido que la acompañara? Susan, que pocas veces pedía algo directamente, ahora le pedía quedarse un poco más.
—Claro —respondió, intrigado.
Fueron a una licorera a la que ya habían ido antes. Compraron algo de tomar y salieron a sentarse en el andén, como si fueran dos adolescentes huyendo de las formalidades del mundo. El asfalto estaba tibio por la humedad, y la lluvia persistía en forma de pequeñas gotas constantes. Susan comenzó a hablar. Y una vez que comenzó, no paró.
Sus palabras fluían como un río desbordado. Habló de su familia, de un amigo de infancia, de su hijo, y de una planta que tenía en casa, a la que había bautizado “Sofía”. Mencionó, casi como si no importara, que solía hablar con ella. Arturo sonrió por dentro. Se imaginó a Susan hablándole a una matera con ternura, tal como lo hacían las abuelas que cuidaban sus plantas como si fueran nietos.
Entonces pensó en Dormitar, su viejo amigo botánico. Y por un instante, se preguntó si aquella planta tendría algo especial. ¿Y si Sofía también podía hablar? ¿Y si Susan no estaba tan sola como parecía?
La observaba hablar sin detenerse. Sus labios se movían con soltura, con esa gracia inconsciente de quien no necesita aparentar nada. Arturo no dejaba de mirarla. Quería besarla. No por impulso, ni por deseo momentáneo, sino por la necesidad profunda de reconectar con aquella intimidad que se había perdido desde la última vez.
Pero no lo hizo. No aún. Porque a veces el silencio y la espera también dicen mucho. Porque a veces, solo escuchar, también es un acto de amor.
—En casa tengo un gato que también habla —dijo Arturo con una media sonrisa, mientras el vapor de su aliento se mezclaba con la bruma fría de la noche—. Bueno… no en voz alta, no literalmente. Le hablo dejándole notas. Las escribo cada vez que tengo algo importante que decirle, algo que no puedo guardar más. Y por las noches, estoy convencido de que él, o mejor dicho Dormitar, las lee.
Susan lo miró, curiosa.
—¿Un gato que lee cartas?
—Sí —asintió, con una solemnidad que lo hacía parecer un niño hablando en serio sobre magia—. Se llama Dormitar. Por la mañana, cuando ya ha leído todo lo que le dejé, lo premio dándole tres horas de sol directo por la ventana. Y no le doy cualquier agua. Le reservo agua especial, recogida con intención, con cuidado… como si también pudiera percibir la diferencia. Y créame, creo que sí lo hace.
Susan soltó una carcajada suave, cálida, casi cómplice. Luego, bajando la mirada, confesó:
—Estamos locos hablando con plantas y gatos. Creí que solo yo lo hacía y… me sentía sumamente rara. Como una anciana extraviada en un mundo de concreto y pantallas. Pero ahora veo que somos un par.
Arturo no perdió la oportunidad de bromear:
—Somos un par de abuelos, entonces.
—Ni tanto —respondió ella entre risas—. Si fuéramos abuelos de verdad, tendríamos pencas de sábila colgando en las paredes y les hablaríamos con respeto ancestral.
—¿Pencas de sábila? ¿Por qué eso?
—Porque en toda casa que se respete, donde viva un abuelo, siempre hay una matica de sábila colgada como si fuera un amuleto, una guardiana silenciosa de la salud y las penas.
Ambos estallaron en una risa limpia y prolongada, una de esas que libera el pecho y arranca lo no dicho. Cuando se fueron calmando, se quedaron mirándose. No fue una mirada cualquiera. Fue una de esas que se sostienen en el tiempo, que cruzan los límites de lo cotidiano, que rozan los bordes de un beso no dado.
Arturo lo sintió. Y supo que Susan también.
Ella, sin embargo, desvió la vista en el último segundo, como quien huye de algo inevitable.
Entonces Arturo, con el corazón agitado, dijo lo que había guardado por semanas:
—Usted me gusta. —Y al notar que Susan permanecía en silencio, añadió, casi como un susurro de verdad—. La quiero… y lo sabe. Incluso… pierdo el control cuando me imagino viéndola. Solo verla, a veces, me basta para perderme.
Susan se removió un poco, bajó los ojos, y en voz queda respondió:
—Arturo… no debió decir eso. O, al menos, no debió esperar escucharlo de vuelta.
—Pero no me diga que no lo sabía —insistió él, aún con esperanza—. Algo en usted lo sabía, ¿cierto?
Susan asintió, pero sin mirarlo directamente. Su voz se quebró levemente cuando habló:
—Sí. Sí lo sabía. Y no voy a mentirle… Me he sentido querida a su lado. Me gusta cómo me mira, cómo muerde su labio cuando cree que no lo veo. Me gusta cómo me habla, cómo se preocupa por mí, cómo tropieza consigo mismo cada vez que intenta ser perfecto. Me gusta su torpeza, su ternura… tantas cosas. Y por eso mismo… no está bien que sienta eso por mí, Arturo.
Él no podía comprenderlo del todo. ¿Qué podía haber de incorrecto en ese sentimiento que nacía de la autenticidad, del cuidado mutuo, de la complicidad sincera?
—¿Por qué no está bien? —preguntó, con una mezcla de desconcierto y anhelo—. ¿Por qué no podríamos sentir algo bonito, algo real?
Susan guardó silencio unos segundos, y en su rostro se dibujó un gesto que mezclaba el dolor con la vergüenza.
—Mi condición… esto… olvídelo. Es mejor así.
—¿Cuál condición? —insistió Arturo, ya con el corazón golpeando fuerte en el pecho—. No entiendo, Susan… ¿Qué me está diciendo?
—Nada. —respondió ella con un hilo de voz, temblorosa—. No hay ninguna condición. Simplemente… no sienta nada. No lo haga.
Esa última frase cayó como una losa. Arturo sintió un vacío inexplicable. No porque ella no le correspondiera, sino por la forma en que lo decía: como alguien que deseaba pero no podía, que se detenía en la puerta del deseo por miedo a entrar.
—Es ya difícil no sentir nada —dijo él, con los ojos brillando—. Así que no me pida eso. No diga eso… por favor, eso no.
Susan miró a Arturo con una mezcla de ternura y miedo. En ese instante, lo supo. Él no era como los demás. Había en Arturo algo distinto, una presencia que no exigía ni invadía, sino que acogía. Un hombre capaz de amar no solo lo que ella mostraba al mundo, sino aquello que se ocultaba en sus silencios, en sus grietas. Supo que él podía comprenderla… y quizás incluso amarla así: rota, incierta, arrasada por dentro, con una devastación tan grande que apenas cabía dentro de la piel.
Por un breve momento pensó en contarle todo. Contarle la razón exacta por la cual no podía —o no debía— corresponderle. Pensó en explicarle que el amor no siempre salva, que a veces duele más cuando se tiene. Pero algo en su interior le ordenó callar. Y entonces hizo lo opuesto a lo que sus palabras decían. En lugar de hablar, se acercó a Arturo, lo miró con detenimiento, como si cada centímetro de su rostro fuera una respuesta que no podía evitar buscar. Y sin más, lo besó. Ahí, sentado, confundido, vulnerable… lo besó.
Pero fue un beso breve. Instintivo. Lleno de culpa.
Apenas sus labios se separaron, Susan retrocedió como si hubiese tocado el fuego. Se alejó de golpe, llevando consigo el desconcierto de Arturo, quien no entendía nada. Primero le decía que no sintiera, que no esperara, que no soñara… y luego lo besaba, con esa urgencia que solo nace del deseo contenido. El beso fue una contradicción viviente, un mensaje cifrado en una mirada sostenida y en un acercamiento tan lento como inevitable.
—Nunca lo he dicho —murmuró Susan, sin atreverse a mirarlo—, pero es evidente que no estoy con Hugo.
—Lo sé —respondió Arturo, en voz baja—. No hacía falta que lo dijera. Siempre lo supe.
—Aquella vez… cuando me contó “El grito de la montaña”… estuve a punto de decírselo. Me sentí impulsada a hablarle de mí, de todo. Pero algo me detuvo. Tal vez el miedo. Tal vez la certeza de que, si lo decía, ya no habría vuelta atrás.
Arturo quiso tocarla, y lo hizo. Levantó su mano y le acarició la mejilla con una delicadeza que parecía pedir permiso.
—No quiero que piense mal de mí —añadió Susan.
—Jamás podría —dijo él, con sinceridad.
Y sin embargo, Susan se replegó sobre sí misma una vez más.
—Pero aun con eso… no podemos estar juntos, Arturo.
—Sigo sin entender —confesó él, tratando de mantener la compostura.
Susan respiró hondo. Tragó las palabras que pujaban por salir, como si cada una de ellas doliera al pronunciarla.
—No quiero involucrarlo en mis asuntos. No quiero arrastrarlo a mi caos. Así que… no hablemos más del tema.
El silencio se hizo espeso. Ya no había risas ni confesiones. Solo el eco de algo que pudo ser.
Arturo sintió el rechazo como un corte limpio. Se quedó sentado, mirando un punto indefinido, intentando entender qué parte de esa noche era verdad y cuál era ilusión. Poco después, Susan le pidió que la llevara a casa. Eran casi las dos de la madrugada. La lluvia había cesado, pero el asfalto aún humeaba por el calor retenido durante el día.
Durante el trayecto en automóvil, ella no dijo una sola palabra. Iba con la mirada perdida en la ventana, en algún lugar entre la noche y sus pensamientos. Ese silencio no era incómodo: era doloroso. Arturo intentó entender qué se rompía dentro de él. No era solo el corazón, era la expectativa. El deseo de que, por una vez, alguien quisiera quedarse.
Esa actitud la sintió como un muro levantado sin previo aviso. Y por un momento, pensó en rendirse. En dejar las cosas ahí. En no insistir más. Pensó en alejarse de Susan como si no le importara, como si pudiera borrarla de su piel. Pero sabía que no era posible. Había algo en ella que ya habitaba dentro de él.
Durante algunos días, Arturo intentó limitarse a hablarle solo de trabajo. Quiso demostrar que podía sostener la distancia, que podía ser funcional. Pero cada vez que lo hacía, debía tomarse el corazón con ambas manos, para impedirle que se lanzara hacia ella gritando lo que en realidad sentía: “Te quiero. Te quiero. No sabes cuánto.”
Un día, volvió a hablarle como antes. Con esa caballerosidad que le nacía del alma. Con ese respeto que no fingía, que no usaba como máscara. Y se sintió en paz. Al menos por fuera.
Muy en el fondo, seguía preguntándose:
¿Qué hay entre ella y yo?
¿Qué siente por mí?
¿Le gusto?
¿Está esperando algo? ¿O simplemente me aleja para protegerme?
¿Cómo se escribe eso… ella y yo? ¿Cómo se nombra un nosotros que nunca fue? ¿“Ellayyo”, como una palabra huérfana de espacio, pero completa en deseo?
Hacía ya mucho tiempo que Arturo había salido del juego de la seducción. Había dejado atrás los protocolos, los trucos, los pasos repetidos del cortejo. Ahora, frente a Susan, se sentía torpe y genuino. Como un adolescente frente al abismo del amor real. No sabía cómo avanzar, ni cómo reparar lo que aún no comenzaba. Había olvidado el manual de conquista… pero quizás, lo único que podía ofrecer, era su verdad desnuda.
Otra noche, Susan le pidió nuevamente a Arturo que la llevara a casa. Era tarde, la ciudad ya dormía, y el aire frío de la madrugada comenzaba a posarse sobre las calles como un velo silencioso. Al llegar frente a su hogar, Arturo detuvo el auto. Sin decir palabra, descendió, rodeó el vehículo y le abrió la puerta del copiloto a Susan. Ser cortés, recordaba, era una de las pocas cosas que aún conservaba del viejo y desordenado manual de conquista.
—¿Puedo quedarme esta noche con usted? —preguntó Arturo, con voz suave, casi infantil, como si temiera que la pregunta se quebrara en el aire.
Apenas terminó de decirlo, supo que aquella frase merecía estar escrita con tinta roja en la lista de "cosas que jamás debes decir", justo al inicio del capítulo uno de ese manual que parecía haber olvidado por completo.
—No —respondió ella, con firmeza.
—¿Por qué no?
—¡Porque no! Simplemente no. —Fruncía el ceño con una mezcla de molestia y desconcierto—. No me parece conveniente… no esta noche… no cuando mi madre no está en casa.
—Solo quiero acostarme a su lado y abrazarla. Nada más.
Susan soltó un suspiro cargado de incredulidad.
—Claro… —murmuró, como quien no da crédito a lo que escucha.
—Déjeme demostrarle que no miento —insistió Arturo, dando un paso hacia ella, no físicamente, sino con palabras limpias, desnudas.
—Prefiero que no demuestre nada —cortó ella, secamente.
El silencio descendió entre ambos como una sábana húmeda, y el frío de la madrugada se volvió aún más presente. Susan no hablaba en broma, y Arturo lo percibió con claridad. No era un juego, no era un capricho, no era coquetería: era un límite.
—Discúlpeme si la ofendí —dijo, bajando la cabeza con honestidad—. De verdad no pretendía acostarme con usted y luego desaparecer. Solo deseaba abrazarla, quedarnos dormidos juntos. Eso era todo. Entiendo que cuando usted decida estar de nuevo con alguien será porque ha sanado por completo de Hugo… de todo lo que la ató. Yo estaré aquí, esperándola. Solo… solo recuerde que me gusta. Y no deseo aprovecharme de usted.
Susan bajó la mirada al suelo. Sintió que quizás había sido demasiado dura, demasiado tajante. Sus labios querían hablar, pero no hallaban palabras. Entonces, sin decir más, comenzó a quitarse los zapatos.
Arturo la miró, confundido.
—Sepa también que la admiro —añadió, como si esas palabras se le escaparan sin permiso.
Susan lo miró con una sonrisa tibia y le dijo, con un tono travieso y tierno a la vez:
—¿Así que quiere acostarse conmigo y abrazarme? Pues bien… eso haremos.
—¿Qué hace? —preguntó Arturo, perplejo, mientras la veía caminar descalza hacia la mitad de la calle.
Susan no respondió. Simplemente avanzó sobre el asfalto aún tibio por el calor del día, se tumbó en el centro de la carretera y dirigió la mirada al cielo, contemplando la luna.
—¡Está loca! —le gritó Arturo, sin saber si reír o preocuparse.
Ella volteó la cabeza, lo miró con ternura y, con la mano izquierda, dio suaves golpecitos sobre el suelo, como invitándolo a ocupar ese espacio junto a ella. Ese pedacito de mundo que en ese momento solo le pertenecía a él.
Arturo entendió. Se descalzó lentamente, dejó sus medias sobre el capó del carro, y caminó hasta Susan. Luego se acostó a su lado, compartiendo ese instante de irrealidad suspendida.
—Qué bonitas son las estrellas… ¿no le parece? —dijo ella, con voz casi soñadora.
—Así es —respondió él, mirando el cielo sin quitarle el pensamiento de encima.
Susan tomó sus dedos con dulzura y los entrelazó con los suyos.
—Ellas no necesitan de las otras para ser felices —dijo—. Pero se acompañan… ahí están, brillando sin invadirse. Cada una titila a su ritmo, aparece cuando quiere, se esconde cuando lo necesita… y sin embargo, no dañan a su compañera.
Arturo permaneció en silencio, escuchándola. Cada palabra de Susan era una ventana abierta a su mundo interior. Cada frase tenía el peso de una cicatriz.
—No quiero que sienta nada por mí —continuó ella—. No quiero perder la estabilidad que tanto me ha costado conseguir. Y menos aún… quiero hacerle daño.
—No siento ni espero nada —mintió él, mirándola de reojo.
—Eso no es lo que parece —replicó Susan con una leve sonrisa.
—Bueno… está bien. Me agrada un poco.
—¿Solo un poco? —jugó ella, con tono pícaro.
—Mucho.
—¿Solo mucho?
—No tanto como para morir —dijo, y sonrió con resignación.
Ambos rieron, y el sonido de su risa rompió por un instante la gravedad de lo no dicho. Allí, acostados sobre la carretera, bajo un cielo que no exigía respuestas ni certezas, Susan y Arturo no eran más que dos almas buscando una pausa. Una noche para no decidir. Un momento para no tener miedo.
—Solo no sienta nada, ¿sí? —dijo Susan con una voz que intentaba ser firme, pero que se quebraba apenas en los bordes.
El silencio cayó sobre ellos como un manto. Desde arriba, la luna los observaba con la quietud de los siglos. Escuchaba en silencio aquella conversación, y deseando unirlos, sopló el viento. Una brisa suave y helada recorrió la calle solitaria, haciendo temblar las hojas de los árboles, susurrando secretos en la madrugada. Arturo, afectado por las palabras de Susan, no respondió de inmediato. La abrazó con más fuerza, como si con ese gesto pudiera protegerla de todo, incluso de sí mismo.
Susan también lo sintió. No era indiferente, pero solo podía ofrecer lo que su alma rota le permitía. Era sincera, sí, pero solo hasta donde sus cicatrices la dejaban serlo.
—¿Cree que, si muriera, usted sería un ave? —preguntó de pronto, con un aire de ternura nostálgica.
Arturo sonrió con tristeza.
—No lo creo. Las aves se acuestan temprano y yo no. Ellas están atadas a su nido, a sus huevos, a su pareja... y yo no tengo nada de eso. No soy de nadie. ¿Y usted, señorita Susan?
—Hace un tiempo me decían mariposa. —respondió ella con una media sonrisa—. Y creo que si pudiera elegir, me gustaría ser eso. Aunque... por más que intento pensar en la reencarnación, no puedo. Mi fe me dice que al morir debo esperar a ser llamada. No es algo que yo elija.
Guardó silencio un momento, luego giró el rostro hacia él.
—¿Y usted? ¿Qué piensa de la muerte?
Arturo suspiró, como quien acomoda algo dentro del pecho antes de decirlo.
—Creo en la vida después de la muerte, pero también creo que no basta con vivir una sola vez para merecerla. No en ochenta años. Creo que necesitamos más tiempo, más oportunidades, más comprensión de lo que nos rodea. Porque el “significado de la vida” —hizo comillas con los dedos al decirlo— no está en lo que uno sabe, ni en lo que uno disfruta, ni en lo que uno posee, ni siquiera en lo que uno hace. El sentido de todo esto... está en nuestra relación con Dios. Y esa relación solo florece cuando logramos comprender realmente cómo funciona el universo. Cuando entendemos lo que Él quiere de nosotros. ¿Cómo vamos a merecer algo tan grande como la eternidad si ni siquiera entendemos el mundo del que venimos?
Susan se quedó pensativa, con la vista fija en las estrellas. Las palabras de Arturo la habían descolocado. Había en él una espiritualidad que no comprendía del todo, una forma extraña de ver las cosas que la hacía sentirse pequeña, incluso torpe.
—¿Y cómo se merece algo grande de parte de Dios? —preguntó con voz suave, sin mirarlo.
Arturo no dudó al responder:
—Hasta hace unos momentos, creía que portándome bien. Que si era correcto, atento, sincero… entonces iba a merecer algo, que mis méritos serían suficientes.
—¿Y ya no lo cree? —preguntó ella, girando el rostro con curiosidad—. ¿Qué querías merecer?
La miró a los ojos. Y aunque la calle estaba oscura, la luna iluminaba lo suficiente para que ella viera la verdad que se le venía encima.
—A usted —dijo él sin rodeos.
Susan parpadeó. Tragó saliva. No dijo nada.
Porque a veces, lo más difícil de escuchar no son las verdades ajenas… sino las que uno también ha sentido, pero no se atreve a nombrar.
Susan no dijo nada más. Se giró lentamente y lo abrazó. No porque quisiera confundirlo, sino porque en ese instante sintió la necesidad de aferrarse a algo cálido y real. Sin embargo, dentro de sí, había un pesar profundo: sabía que no podía corresponderle como él deseaba. No de la manera en que él lo soñaba.
Su cabello quedó lo suficientemente cerca como para que Arturo pudiera percibir su aroma. Ese olor tan suyo, inconfundible, imposible de describir con precisión, pero que él habría reconocido incluso en medio de la multitud. Era un olor a ella, a Susan… y a nada más.
Permanecieron así, abrazados, durante varios minutos, respirando al unísono, sintiendo cómo el tiempo se diluía en la brisa. El mundo se volvió más blando, menos ruidoso, más soportable. Incluso después de aquella conversación donde lo habían rozado todo sin atreverse a decirlo todo, Arturo persistía. Testarudo, como siempre. Pero no era un capricho lo suyo: en su mirada había ternura, en su apego, una reverencia por la fortaleza de Susan. Que ella se negara a acostarse con él no lo hirió; al contrario, le pareció un acto valiente, una virtud. Su firmeza, su convicción… lo hacían admirarla aún más.
La paz que Susan le brindaba era inmensa. Tal vez tenía que ver con la energía que irradiaba, o tal vez era otra cosa. Quizás era el modo en que ella daba sentido a sus días, como si con solo estar cerca lo anclara a la vida. Arturo pensó que si ella lo abrazaba, no era por obligación, sino porque, en el fondo, algo también nacía en ella al tenerlo así entre sus brazos. ¿Qué más sentía Susan? Eso seguía siendo un misterio.
Entonces, sin soltarla, Arturo empezó a acariciarle suavemente el brazo. Su mano subía despacio hasta el hombro, y descendía por el mismo camino. Lo repitió dos veces más, con la misma cadencia. No era lujuria, era la necesidad de memorizar su piel, de sentir en cada poro la existencia de ella.
—Tienes el corazón a mil —susurró Susan, con la oreja apoyada sobre su pecho.
Arturo se sonrojó. Ella lo notó. Era consciente del torbellino de sensaciones que despertaba en él. Y eso, aunque no se lo dijera, también le movía algo dentro.
Su mano ascendió del hombro hasta su rostro. Con el dedo índice, dibujó el contorno de sus labios. Lo hizo despacio, como si se tratara de una escritura sagrada. Quería retener la textura, la sutil carnosidad, la tibia humedad de su boca. Ya no miraba el cielo Susan. Sus ojos, grandes y verdes, estaban ahora fijos en él. Arturo bajó la mirada y se sumergió en ellos. Otra vez.
Susan giró un poco su cuerpo y quedó tendida sobre el asfalto. Arturo se acomodó de medio lado, junto a ella. Sus rostros frente a frente respiraban el mismo aire. El aliento agitado del uno se mezclaba con el del otro. Era difícil resistirse estando tan cerca.
Arturo no pudo evitarlo: contempló nuevamente los labios de Susan. Algo en ellos había cambiado. Estaban dispuestos, ligeramente entreabiertos, adoptando una forma más dulce, más vulnerable. Ella se veía más delicada que de costumbre, como si por un instante hubiera bajado todas sus defensas.
En ese momento, Arturo no se preguntó si ella sentía lo mismo. No le importaba. Todo su ser le gritaba que estaba a punto de tocar algo sagrado. El simple hecho de besarla —de besarla realmente— lo sacudía por dentro: un cosquilleo en las mejillas, una oleada de dopamina, el corazón queriendo escapar del pecho. Y el tiempo… detenido. El mundo dejaba de girar. Todo quedaba suspendido. Solo ellos. Solo ese instante.
Y entonces se besaron. Acostados en la calle, con la luna como testigo y unas gotas dispersas cayendo suavemente sobre sus cuerpos, como una bendición inesperada o una advertencia sutil del cielo.
El beso no fue largo, pero sí lo suficiente para marcar un antes y un después. Cuando sus labios se separaron, aún seguían cerca, respirando el aire del otro, confundiendo el temblor propio con el ajeno. La calle, fría y húmeda por la lluvia que apenas comenzaba a insinuarse, no les molestaba. El asfalto parecía más blando, como si el mundo hubiese decidido hacer una excepción para ellos.
Susan bajó la mirada, evitando por unos segundos los ojos de Arturo. Se acomodó el cabello con una mano, apartando un mechón mojado que se le pegaba a la frente. Su gesto fue delicado, pero también nervioso.
—No debimos… —dijo en voz baja, casi como si se lo dijera a sí misma.
Arturo no respondió de inmediato. Sus ojos seguían en ella, en el leve temblor de sus labios, en la manera en que su pecho subía y bajaba con fuerza. Sabía que esa frase era la primera piedra de una muralla que Susan intentaría levantar. Pero él no quería irse aún de ese momento. No todavía.
—Lo sé —contestó finalmente, en un susurro cargado de sinceridad—. Pero no me arrepiento.
Susan lo miró. Había algo en sus ojos que Arturo no supo descifrar: un brillo contenido entre la emoción y el miedo, como si dentro de ella dos fuerzas opuestas pelearan por el control de su corazón. Permaneció callada.
—¿Estás bien? —preguntó él.
Ella asintió. Y sí, lo estaba… en parte. Aunque su cuerpo aún vibraba con el eco de ese beso, aunque había algo en su interior que pedía quedarse allí para siempre, también había una sombra de duda que se extendía como una bruma: ¿y si todo eso era pasajero?, ¿y si no era amor sino necesidad?, ¿y si solo era la soledad disfrazada?
—No sé qué hacer contigo, Arturo —confesó con franqueza.
Él sonrió, pero su sonrisa tenía una tristeza vieja, conocida. Se incorporó un poco, sentándose a su lado con las piernas cruzadas. La lluvia comenzaba a caer más firme, y los árboles se agitaban con un viento más decidido. A lo lejos, un perro ladraba. La noche seguía siendo testigo.
—Tampoco sé qué hacer conmigo, Susan. Pero cuando estoy contigo… me importa menos no saberlo.
Ella se sentó también, abrazando sus piernas, y apoyó la barbilla en las rodillas. Por un instante, ambos miraron al frente como si esperaran que el camino les respondiera. Nada. Solo el murmullo del viento y el tamborileo de las gotas.
—No puedo prometerte nada —dijo Susan, sin mirarlo.
—No te lo estoy pidiendo.
—Pero lo sientes.
—Claro que lo siento —dijo Arturo, con la voz firme—. Pero eso no significa que te pida algo. Lo que siento es mío, aunque te incluya a ti. Me basta con que lo sepas.
Susan cerró los ojos por un momento. Su corazón latía con fuerza, no solo por el beso, sino por el vértigo de la verdad. Nadie le había hablado así antes. Nadie la había querido sin querer poseerla.
La lluvia ya mojaba sus cabellos y sus ropas, pero ninguno se levantó. Era como si ese instante, incluso en su incomodidad, en su mezcla de deseo y pudor, fuera más valioso que cualquier refugio. Porque se habían besado. Porque el silencio posterior no los había roto. Porque, pese a todo, seguían ahí.
Y eso, en un mundo como el de ellos, ya era algo enorme.
Al día siguiente, Susan apenas lo saludó con un leve gesto desde lejos, ya entrada la tarde. Durante la mañana, Arturo había estado revisando su celular con frecuencia, esperando con ansias alguna respuesta a los mensajes que le había enviado la noche anterior. Nada. Ni un solo "visto", ni un emoji, ni un “buenos días”. Solo el silencio virtual de quien parece haber cerrado una puerta sin dar explicación alguna. La actitud de Susan era nuevamente extraña, y eso lo sumió en un torbellino de confusión.
Esa indiferencia sutil, casi imperceptible para cualquiera menos para él, fue suficiente para sembrar una semilla de inquietud en su pecho. Arturo se volvió incapaz de concentrarse en sus tareas diarias. Caminaba entre personas y conversaciones, pero su mente estaba en otra parte, atrapada entre pensamientos insistentes que no le daban tregua. ¿Estaría arrepentida? ¿Se habría arrepentido apenas se separaron? ¿Y si no quería que nadie se enterara? ¿Y si solo fue un momento de debilidad? ¿O peor aún… y si nunca sintió lo mismo?
Las emociones se le enredaban como ramas secas: la tristeza de no entenderla, la esperanza ingenua de que todo fuera parte de un juego tímido, el recuerdo tibio del beso, que volvía como una ola suave y persistente a recordarle que sí, que fue real. Aun así, el resto del día pasó sin que volvieran a cruzar palabra. Al final de la jornada, Arturo salió de la fundación sin siquiera mirar hacia atrás, sin despedirse. Algo dentro de él comenzaba a doler con la certeza de que ese silencio también era una respuesta.
Esa noche, ya en casa, la necesidad de escribirle lo invadió de nuevo como una urgencia mal contenida. Tomó el celular, con la vaga esperanza de hallar algo nuevo. Abrió WhatsApp. Ninguna notificación. Ni un punto azul, ni un “grabando audio”. Nada. Sin embargo, al buscar su contacto y ver su nombre, descubrió que Susan estaba conectada. El corazón le dio un vuelco absurdo. Dudó. Pulsó el chat.
“Hola, señorita Su…”, escribió con rapidez. Lo leyó una, dos veces. Lo borró.
Volvió a la pantalla principal. Tocó su fotografía de perfil. Era la misma de siempre: una imagen serena, sencilla, pero que para Arturo era un portal. Se quedó mirándola durante unos segundos que parecieron minutos. ¿Qué estaría pensando ella? ¿Estaría también dudando en escribir? ¿O tal vez estaba hablando con alguien más? Retrocedió. Volvió al teclado. Sus dedos se alinearon con la barra de escritura como si bastara con que el alma empujara un poco. Pero no salió nada.
—Es mágica esta delgada línea —pensó mientras la observaba parpadear en blanco. Era como una pausa permanente, una respiración contenida. Aun así, murmuró—. Prefiero el bolígrafo.
Y con ese pensamiento apagó la pantalla. Dejó el celular sobre la mesa, lejos del alcance visual, como quien esconde una tentación.
Tomó un libro. Intentó leer. Lo hizo durante un par de minutos, pero las letras eran borrosas, como si no quisieran entrar. No podía concentrarse. Porque Susan no estaba en las páginas, estaba en el celular, a un clic de distancia. En su mente. En su pecho. En sus labios aún sensibles al recuerdo.
La noche avanzó, y Arturo no le escribió. Pero tampoco logró dormir tranquilo. El deseo de comunicarse seguía latiendo con fuerza, reclamando espacio, y entonces se rindió. No al celular, sino a su viejo aliado: el papel.
Sacó una hoja de un cuaderno desportillado. La alisó sobre la mesa y, con una lentitud casi ritual, tomó el bolígrafo. Era como volver a lo esencial, a lo humano, a lo íntimo. Y sin pensar demasiado, empezó a escribirle una nota. Una nota que no sabía si alguna vez le entregaría, pero que necesitaba redactar para sacar las palabras del alma y depositarlas en algún lugar fuera de sí mismo.
Señorita Susan: Se que espera mi mensaje, lo espera porque lo puedo ver. Ya van más de 13 minutos que la veo allí, y ya va más de una hora que leo Susan en mi mente; así mismo va más de dos horas en que llegue a casa con una sensación de agosto derrotado, por decirle de alguna manera. Esto no es tristeza, tampoco es soledad y menos melancolía, es solo ansiedad. Aun con ello, imagine algo, el ejército, solo por tener un escenario en común exactamente frente a los baños de abajo. ¿Recuerda que justo en frente quedan unas sillas de cemento y que en una de esas nos quedamos una vez a platicar? Era el sitio donde algunos con el aburrimiento espantado salían a sentarse a charlar, quizás pensando en esa persona que les gustaba, o la que odiaban, y las que estaban afuera. Imagine que al llegar el domingo en la noche solo deseaban que llegara nuevamente ese día de visitas para volver a verlas, o, por el contrario, simplemente no lo desean pensando en las teorías que nos decían a cada rato: no piensen en tonterías, aquí se viene a fortalecer el cuerpo y la mente. Pues bien, siga imaginando ese sitio, pero ahora sin nadie, absolutamente solo. Es fin de mes y ahora mi turno de sentarme en ese punto. Allí no existe nadie más con quien hablar. Son más o menos las seis de la noche, hora en que prácticamente el fin de semana comenzaba, el ambiente oliendo a límpido de los baños, uniformes con jabón de flores porque así lo habían lavado nuestras madres. Desde ese lugar sentado lo único resplandeciente por ver era ese bombillo que alumbra la entrada de las canchas con un típico y pobre color amarillo, y para completar, las demás lámparas apagadas. Solo esa luz. Esa misma luz ahora está a mis espaldas, sigue con la misma intensidad en degrade. ¿se acuerda que al final del pasillo donde teníamos los ensayo con la orquesta del ejército no había bombillos? Por lo tanto, la zona más luminosa era hacia la entrada. Hacia el fondo se podía palpar la oscuridad de donde salía entre las tinieblas todo aquel que desafiaba a los guardias. Si miro hacia mi derecha, hacia donde están los árboles y tratara de ver ese pequeño espacio donde nos sentamos aquel día que no hubo ensayo también esta oscuro. Imagine que en ese instante aun conservamos nuestra inocencia en muchos temas donde el dolor del corazón no se sabe cómo es. Solo quiero a esa niña de mi mente venir caminar hacia mí por ese mismo anden que nos lleva a la salida y que al estar a pocos metros de mi me diga “hola” y se siente a mi lado. Aun conservando mi tonta personalidad no le digo nada. Usted me acompaña cinco minutos en los cuales habría tomado la decisión de tomarle la mano por encima y mirarla a los ojos. Se que usted me volvería a mirar y sin decirme nada podría ver su sonrisa que sin palabas me dice “¿por fin entiende no?” Seguidamente la abrazaría tratando de decirle “no espere palabras, solo quédese a mi lado y vea como soy yo”. No sé si usted estaría a las puertas de su primer beso, pero yo, estaría tocando por primera vez la mano de una mujer con afecto. Sería el momento de quemar demasiadas cosas que nunca pase desde ese mes hacia atrás. Un beso. Una caricia. Las primera palabras bonitas para usted; serie el momento de dar veracidad a lo que tantas veces les pregunte a mis hermanas “¿pero de que puedo hablarle a una mujer?” me decían “normal, hable de cosas normales y vera como todo se da”. No puedo abandonar esas imágenes. Bien sabe usted que no sueño nada y si sueño son cosas que no tienen coherencia, pero esto que usted formo es la base para todos mis sueños y anhelos y siento que nadie puede tener la misma suerte que yo ¿Cómo es que se aparece en mi mundo, y ahora me ignora? Señorita Susan, mejor dibújeme y dele color a mis días, pero quédese a mi lado y vea como soy yo, así comenzara a quererme de a poquito, pero no me pida que no sienta nada.
Atentamente: Arturo Jerez.
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