CAPITULO VIII DORMITAR

  

Dormitar no siempre fue un gato. Antes de tener garras suaves y ojos almendrados, fue viento que susurraba a los locos antes de que cayeran, sombra que acompañaba a los suicidas de último minuto, y lámpara temblorosa en la noche de los que no sabían rezar. 
Existió desde tiempos olvidados, cuando los hombres aún recordaban escuchar la voz de las cosas pequeñas: el crujido de una hoja que caía justo cuando alguien dudaba, el murmullo de un vaso a punto de romperse, el maullido que no era de hambre, sino de advertencia. 

Fue consejero de un monje errante en Gansu, quien le hablaba al vacío hasta que Dormitar le enseñó a escuchar las respuestas. Luego, caminó junto a una niña ciega en Fez, que cantaba oraciones de azafrán sin saber que esas notas dulces sostenían a media ciudad que estaba a punto de rendirse. 

Dormitar no elegía por capricho: elegía a los que estaban a punto de romperse pero aún no lo sabían. A los que se escondían tras rutinas meticulosas, a los que dormían con la radio encendida para no oír sus propios pensamientos, a los que miraban por la ventana y no se reconocían en el reflejo. 

Su misión era siempre la misma: impedir que un alma noble se apagara antes de cumplir aquello para lo que fue creada. 

 

Arturo lo encontró una tarde opaca, cerca del hospital. Había salido a fumar, aunque ya no fumaba. Solo necesitaba aire o pretextos para demorarse en volver a su guardia. 

Allí, en una caja forrada con papel rojo, un hombre de aspecto asiático lo detuvo. 

—Él lo eligió a usted —le dijo sin acento. 

Arturo no supo cómo reaccionar. Dentro de la caja, un gato lo miraba como si ya lo conociera. No parecía callejero. Era pequeño, casi solemne, con el pelaje del color del humo viejo y los ojos amarillos como faroles antiguos. 

Junto al gato, una carta escrita en tinta negra: 

“Este no es un regalo. Es una presencia. Dormitar vendrá cuando usted esté cerca de olvidar quién es.” 

Arturo lo llevó a casa sin pensar demasiado. Lo llamó Dormitar —por esa forma en que el gato parecía dormido sin estarlo, como si viviera entre dos latidos, en pausa constante—, y también por la carta que lo nombraba así. Desde entonces, comenzó una convivencia íntima, absurda y silenciosa. Arturo hablaba solo a veces, creyendo que el gato no lo entendía. Dormitar solo lo observaba, desde el sofá o desde encima de la nevera, como un testigo que ya sabía en qué terminaría todo. 

Hasta que una noche, simplemente, Dormitar habló. 

Y lo siguió haciendo. 

 

—Mi misión —dijo Dormitar con un tono pausado, grave y calmo, como el crepitar de una hoguera lejana— no es salvarte, Arturo. Es recordarte lo que eres antes de que te olvides del todo. 

Arturo, que había estado medio dormido frente al televisor, abrió los ojos lentamente. No parecía asustado. Solo sorprendido de no haberse sorprendido. 

—¿Y qué soy? 

—Alguien que puede amar sin condiciones —respondió Dormitar, mientras lamía una de sus patas con total parsimonia—, pero que no sabe qué hacer con el amor cuando se presenta como posibilidad real. 

—¿Susan? —preguntó Arturo. 

Dormitar no respondió. Solo se subió al espaldar del sillón y clavó la mirada en él. 

—No temo que ella me rechace —continuó Arturo—. Temo que me quiera. Que lo diga en voz alta. Que me abrace. Y yo no sepa qué hacer con eso. Porque yo... no me siento capaz de sostener lo que merezco. 

Dormitar entrecerró los ojos. Lo había escuchado muchas veces. Ese mismo discurso en diferentes cuerpos, ciudades y lenguas. 

—El amor no es algo que se sostiene. Es algo que se permite —dijo con suavidad—. Y tú no te permites nada que no puedas controlar. 

Arturo suspiró. 

—¿Y qué tiene que ver usted en esto? 

—Yo observo —dijo Dormitar—. Y cuando es necesario, intervengo. Aunque eso implique alterar el curso de tus vínculos. 

—¿Alterar? ¿Cómo? 

—Con presencias, ausencias, intuiciones, silencios. A veces basta con un silencio en el momento exacto para que todo cambie. A veces hay que partir el alma un poco para que se acomode mejor. 

 

En los días que siguieron, Arturo comenzó a ver a Dormitar de otra manera. Como una parte de sí mismo que se había escindido, tomado forma, y regresado para señalarle el camino. Cada vez que Susan se acercaba con una sonrisa, un gesto pequeño o una carta, Arturo sentía a Dormitar cerca, atento. 

—Ella es real, ¿no? —preguntó una tarde. 

—Tan real como tu miedo a perderla. 

—¿Y usted? ¿Usted es real? 

Dormitar se acurrucó sobre su pecho. 

—Soy el fragmento de ti que aún cree en lo imposible. El que no quiere rendirse, pero tampoco sabe cómo seguir. El que recuerda cómo se siente ser amado, aunque ya no sepa cómo pedirlo. 

 

Esa noche, Arturo soñó que caminaba por un puente. Al otro lado, Susan le extendía la mano. Pero en medio, justo en la mitad del puente, estaba Dormitar. 

—¿Puedo pasar? —preguntó. 

—Solo si sueltas el miedo. O al menos, si aprendes a caminar con él. 

 

Arturo despertó con el gato dormido sobre su pecho, exactamente en el lugar donde más le dolía la vida. 

Y por primera vez, no quiso correr. Solo quedarse quieto. Sentir. 
Y escribirle algo a Susan 

Los días siguientes fueron como un vaivén emocional. Arturo se movía entre el deseo y el temor como quien camina sobre una cuerda floja, sabiendo que el vacío está abajo pero igual mira hacia él. Había comenzado a escribirle menos a Susan y a hablarle más, pero solo lo justo, con la distancia precisa para que no se notara cuánto la necesitaba. A veces, incluso fingía no verla cuando entraba a la sala de descanso. O desviaba la conversación cuando ella mencionaba algo personal. Y sin embargo, Susan se acercaba igual. Sin pedir permiso, sin golpear fuerte, como si conociera la cerradura de su mundo sin haberla forzado jamás. Llevaba postres, frases ingenuas, y una ternura que no sabía esconder ni disimular. Sus palabras no exigían, no evaluaban. Sus gestos estaban lejos del halago: eran compañía en estado puro. Y eso era precisamente lo que más desarmaba a Arturo.  Esa forma de estar sin invadir.  Ese no esperar nada y, aun así, quedarse. Dormitar, desde su rincón favorito sobre el respaldo del sofá —ese lugar donde parecía fundirse con las sombras del apartamento—, lo notaba todo. Lo observaba con una quietud que no era indiferencia, sino expectación. Era el mismo tipo de silencio que precede a los grandes cambios. Una tarde, mientras Arturo regaba cuidadosamente las hojas de su bonsái, habló sin levantar la vista: 

—Usted me sabotea —murmuró con los dientes apretados—. Cada vez que intento avanzar con Susan, usted aparece con esa voz suya y me inyecta culpa o duda. 

Dormitar alzó la cabeza con pereza, se estiró apenas, como si el comentario no le sorprendiera. 

—No soy yo quien detiene tus pasos —dijo—. Es tu miedo. Lo que hago es iluminarlo. 

Arturo resopló. Quiso replicar, pero algo en esa frase se le quedó clavado detrás del esternón. No era que Dormitar interviniera para evitar su felicidad; era que su presencia le mostraba lo mucho que Arturo temía merecerla. Esa noche, la rutina se quebró. Susan tocó la puerta de su oficina con la suavidad de siempre. Sostenía en las manos un cuaderno nuevo, con las esquinas doradas y la tapa color lavanda. No traía pasteles ni frases prefabricadas. Solo un cuaderno y un gesto sereno. 

—¿Puedo sentarme un momento? —preguntó con una sonrisa tímida—. Solo quiero escribir algo cerca de usted. No le molestaré. 

Arturo dudó un instante. Luego asintió, con la cabeza baja. 
—Claro. Pase. 
Se hizo el ocupado. Fingió revisar unos papeles, teclear algo, mover carpetas de un lado a otro. Pero la verdad es que la miraba de reojo, como quien teme que un ave rara se espante si uno respira muy fuerte. Susan se sentó sin decir más. Abrió el cuaderno, tomó su lápiz negro y comenzó a escribir. En silencio. Sin mirar al frente, sin mirarlo a él. Solo escribía, como si la sola cercanía fuera suficiente. Y eso fue lo que terminó por quebrar algo en Arturo.  No el deseo. Ni la ternura. Sino la forma en que ella no esperaba. La forma en que ella simplemente era. Dormitar habló, pero solo para él. La voz no salió de su boca; vibró en su conciencia como una vieja verdad rescatada del fondo del alma: 

—Cuando un amor se entrega sin condiciones, quien lo recibe queda sin excusas. 

Arturo tragó saliva. Había vivido tanto tiempo protegido por excusas: la infancia rota, el padre ausente, los silencios heredados, el miedo a no ser suficiente, el temor a parecer débil. Y ahora, esa mujer que escribía a su lado, sin necesidad de ganarlo ni seducirlo, le dejaba sin escudos, sin paredes. 

Si ella lo amaba —aunque no lo dijera con palabras—, entonces no tenía más razón para esconderse. Y si él no respondía, no sería por miedo. Sería por cobardía. Esa noche, mientras Susan se despedía con una sonrisa leve y cerraba la puerta suavemente detrás de ella, Arturo permaneció sentado un largo rato. El tic-tac del reloj parecía más lento. El bonsái, más verde. El aire, más denso. Dormitar bajó del sofá y se enroscó junto a sus pies. 
No dijo nada. Y Arturo entendió que lo que venía no sería fácil, pero ya no se trataba de esperar más certezas. Se trataba de dar un paso hacia lo que ya estaba ocurriendo. A la mañana siguiente, escribió solo una línea en su cuaderno: 

El amor no necesita permiso. Solo un lugar donde quedarse. 

Y debajo de esa línea, sin pensarlo demasiado, añadió: 

¿Te quedarías tú? 

 

La noche en que Arturo entró por completo en el estado Dormitar no fue extraordinaria en apariencia. El mundo afuera seguía con su rutina de faroles apagados, motores cansados y vecinos tras las ventanas.  Pero dentro del apartamento, algo antiguo y sutil comenzaba a quebrarse. Dormitar había desaparecido. No estaba en su rincón sobre el respaldo del sofá. No estaba en la ventana. No en la cocina, ni sobre el escritorio.  Simplemente, no estaba. 
Y eso lo inquietó.  Arturo buscó en silencio, sin llamar, sin gritar. No sabía por qué, pero sentía que alzar la voz rompería algo más profundo que el silencio.  Como si el apartamento ya no perteneciera del todo a este mundo. Se detuvo frente al espejo del baño. Su rostro parecía más joven y viejo al mismo tiempo. Tenía los ojos enrojecidos, pero no de tristeza. Era otra cosa. Una especie de claridad excesiva. Como si, por fin, viera con todos sus sentidos abiertos.  Y sin embargo, no comprendiera del todo lo que estaba viendo. Volvió a la sala, encendió la lámpara de pie que emitía una luz ámbar, débil, acogedora. Se sentó. Cerró los ojos.  Escuchó el pitido. Era apenas un hilo, un murmullo agudo que no nacía afuera, sino dentro.  Al principio creyó que era un tinnitus, un error auditivo. Pero luego se dio cuenta: no era una falla. Era una puerta. El pitido creció, y con él, una sensación de suspensión.  Los sonidos del mundo se alejaron. No del todo: era como si alguien los envolviera en algodón. Todo se amortiguó. Las ideas no se fueron, pero dejaron de tener la forma afilada de siempre. El miedo seguía, pero sin dientes.  La memoria seguía, pero sin peso. Arturo no dormía, pero tampoco estaba despierto. No soñaba, pero tampoco pensaba. Era como flotar en una membrana que separaba el mundo visible del que nunca había aprendido a nombrar. Dormitar apareció. No con su cuerpo físico, sino con su presencia. 
Estaba detrás de él, pero también dentro. Su voz no llegó desde un lugar. Fue una vibración en el centro del pecho: 

—Ahora sí. Has llegado. 

Arturo quiso preguntar: “¿a dónde?”, pero no tenía lengua en ese lugar. 
Allí no se hablaba. Allí se comprendía. 

El estado Dormitar no era una técnica, ni un trance. Era una frontera. 
El umbral que separa el yo condicionado —ese que reacciona, que teme, que se justifica— del yo esencial que observa sin necesidad de explicarse. 

Allí, Arturo se vio. Pero no como un recuerdo ni como una imagen.  Se vio como un niño a los cinco años, solo en el colegio, mientras los otros corrían sin invitarlo.  Se vio como adolescente, leyendo a escondidas poemas que jamás se atrevió a compartir.  Se vio como adulto, escondiendo cartas que nunca entregó.  Se vio como hombre, frente a Susan, inventando distancias donde ella solo ofrecía presencia. Y no sintió culpa.  Sintió comprensión. Cada gesto de silencio, cada huida, cada muralla que construyó… no fueron errores. Fueron recursos. Formas primitivas de cuidarse cuando no sabía hacerlo mejor.  Dormitar habló de nuevo: 

—Dormitar no es escapar. Es recordar. 
Recordar lo que fuiste antes de tener miedo. 
Recordar lo que aún eres, aunque no te reconozcas. 
Recordar lo que puedes amar, sin poseerlo. 

Arturo lloró.  Pero no como quien sufre. Lloró como quien vuelve. Su llanto era una llave. Un permiso.  Las lágrimas no eran tristeza, sino desprendimiento.  Se le cayó el pasado de los hombros. Se le cayeron las expectativas. Se le cayó la idea de que debía saber todo antes de dar un paso. El bonsái sobre la mesa vibraba, imperceptiblemente.  No por un viento físico, sino por el campo sensible que se había abierto en el estado Dormitar. Todo tenía un nuevo orden.  Las cosas pequeñas eran las únicas cosas verdaderas. El reloj, que no había dejado de marcar el tiempo, parecía ahora ajeno.  Arturo ya no vivía en los minutos. Vivía en los intervalos.  En ese espacio entre el miedo y el amor.  En ese segundo antes de hablar.  En ese temblor antes de decir “te necesito”. Dormitar, sin forma visible, lo acompañaba.  No como un guía. No como un maestro.  Como un eco.  Como una herida antigua que por fin empezó a cicatrizar. Y en ese silencio cósmico, sin lenguaje ni futuro, Arturo comprendió que ya no se trataba de saber si Susan lo amaba.  Se trataba de aprender a no huir cuando eso ocurriera.  Se trataba de estar, incluso si dolía.  De quedarse, incluso si el otro podía irse.Y sobre todo, se trataba de amarse a sí mismo, incluso en las versiones que un día despreció. Cuando salió del estado Dormitar, el amanecer filtraba su primera luz por las rendijas de la ventana.  Dormitar —el gato— estaba de vuelta, dormido sobre el respaldo del sofá, con el mismo gesto de siempre.  Arturo se levantó.  Sabía que algo había cambiado.  No en el mundo. En él. Preparó café, escribió tres líneas en su libreta y las dejó sobre la mesa: 

Ya no necesito que todo tenga sentido. 
Solo necesito estar presente cuando el amor pase cerca. 
Y esta vez, no pienso cerrar la puerta. 

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