CAPITULO VII ¿SERA QUE ME GUSTA?

 Cierto día, Arturo llegó a la fundación con la mente absorta en Susan. Entró a la oficina como un autómata, pero apenas cruzó la puerta recordó que había dejado su portafolio en el baúl del auto. Se devolvió por él, aunque aquel acto resultaría inútil: no podía concentrarse, ni trabajar, ni fingir que todo seguía igual. Susan le ocupaba cada rincón del pensamiento, como si se hubiera instalado en su mente con la intención de quedarse. La sentía adentro, como un eco que calaba hasta el alma. 

Mientras regresaba al parqueadero, un poco más consciente de su entorno, saludó con cortesía a quienes se cruzaban en su camino. Pero aun entonces, incluso sobre el piso rocoso que adornaba la entrada, su cabeza seguía repitiendo su nombre: Susan. 

Llegó hasta su carro azul rey, abrió el baúl y tomó el portafolio. Allí, entre las minutas de objetos olvidados, papeles sueltos y recuerdos inservibles, se quedó inmóvil. Observaba, sí, pero con la vista fija y, al mismo tiempo, perdida. Era como si buscara a Susan en medio del desorden; como si esperara que apareciera, tangible, entre las cosas que el tiempo había ido dejando atrás. 

Quien lo hubiera visto en ese instante, habría notado que movía los labios en silencio, como si tratara de dar forma a sus pensamientos con palabras que nunca llegaban a completarse. Era un murmullo apenas visible, un lenguaje confuso, nacido de un corazón alterado. 

A lo lejos, un bus hizo sonar el claxon y lo sacó de su trance. Cerró el baúl de golpe, como queriendo sellar también sus pensamientos. Sabía que no le servirían para encarar la jornada. No allí, no en la fundación. 

Volvió a entrar. Saludó al pasar por la zona de descanso, cruzó recepción, apagó la luz del pequeño cuarto de utensilios, y saludó a los voluntarios en la sala de ensayos. Se detuvo un segundo a ver si Franka ya había llegado para dirigir las actividades. Al verla, continuó su recorrido. 

Subió las escaleras con paso lento, pasó frente a los baños, los estantes y los casilleros del personal. Saludó de nuevo, esta vez más por costumbre que por intención. No había salido de su cabeza. Susan Blue aún estaba allí, en lo más hondo de su día. 

Ya frente a las tres oficinas principales, Arturo tomó la cuarta llave de su llavero —la que correspondía a su espacio de trabajo— y abrió la puerta con un gesto automático, casi sin entusiasmo. Entró, se sentó con desgano y dejó que el murmullo de los jóvenes voluntarios en el pasillo lo distrajera por un momento. Hablaban de la rutina universitaria, del estrés de los parciales y las clases eternas. Eran, en su mayoría, estudiantes de pregrado en distintas carreras, llenos de energía que a él le parecía ajena. 

Se quitó los zapatos con lentitud, estiró los pies, luego los dedos, como si su cuerpo también se negara a comenzar la jornada. Continuaba sin ganas de trabajar y pensó, casi con resignación: "Que hoy trabajen los otros". Pero sabía bien que los otros pensaban exactamente lo mismo. 

Abrió el portafolio, sacó los documentos y se obligó a comenzar. Trabajo por él, pensó. Ya hacia el final de la tarde, su tarea era repetitiva: introducir cartas de presentación en sobres blancos, uno tras otro, todos marcados con el logo de la fundación. Una carta, un sobre. Otra carta, otro sobre. Trece veces repitió el mismo gesto, casi en trance. 

Mientras lo hacía, su mente divagaba. ¿Qué estará haciendo Susan? ¿Me extrañará? ¿Notará mi ausencia? Carta y sobre. Carta y sobre. ¿Qué estará haciendo el personal? Se detuvo un momento, exhaló profundamente. Aquel trabajo, tan mecánico, no lo motivaba. Solo lo agotaba. 

Salió entonces de la oficina y caminó hacia la pequeña cafetería del lugar. Saludó a doña Liliana, quien aún no se había marchado, y le dedicó una leve sonrisa. Necesitaba una pausa, aunque fuera breve, aunque no supiera exactamente de qué. 

—Don Arturito —le dijo doña Liliana apenas lo vio entrar—, los voluntarios compraron carne para comer y estaba a punto de subirle un poquito a la oficina. Está calientica y jugosa. 

Arturo, quien en sus años de estudiante había trabajado en un restaurante especializado en carnes, todavía conservaba cierta destreza para distinguir cortes, términos de cocción y sabores. Tomó un pequeño trozo con los dedos y lo llevó a la boca. Miró discretamente a su alrededor, asegurándose de que nadie lo estuviera observando, y cerró los ojos. 

Quiso imaginar un color para ese sabor, como si pudiera traducirlo a una sensación visual. El amarillo apareció en su mente, inundándolo todo. Recordó una teoría que había leído alguna vez: “el amarillo despierta el apetito”. Sonrió en silencio y abrió los ojos. 

Luego tomó un pedazo de queso y repitió el mismo ritual. Lo miró, lo llevó a la boca, y al cerrar los ojos pensó: "blanco, blanco como la luna". Y en ese instante su mente divagó con la libertad de un niño: 

Así debió saber la luna cuando Neil Armstrong la mordió por primera vez, antes de posar su pie sobre la marca de su mordida. Noticia de última hora: el astronauta muerde la luna, Estados Unidos queda en ridículo, Rusia reclama la hazaña, gloria eterna a Lenin. La luna ahora es comunista. Luego, Estados Unidos recrea los videos, la bandera se mueve, Rusia nunca llegó, años más tarde el astronauta confiesa que la luna sabía a queso, y por eso se vio obligado a pisar su propia mordida para no poner en peligro el satélite natural. La luna ahora es liberal. Es de todos, pero la administrará Nixon. 

Volvió a sonreír y abrió los ojos, con ese aire juguetón de quien viajó lejos sin moverse. Se lavó las manos y miró su reloj: faltaban cinco minutos para que quedaran treinta para que fueran las seis. 

Desde la cafetería, le pidió a uno de los voluntarios de confianza que bajara las cerca de 43 cartas que había dejado listas en su oficina. El joven, sin vacilar, fue y se las trajo. 

Arturo se dirigió entonces a la sala de ensayos, llevando los sobres con él. Desde allí, con una vista clara hacia el pasillo de entrada, vio a Susan Blue cruzar la puerta de la fundación. 

Hacía tres días que no la veía, ni escuchaba una sola palabra suya. Sentía que ella lo había olvidado, y había empezado a preferir esa sensación —controlable, predecible— antes que el deseo latente de verla u oír su voz. Porque, en el fondo, sabía que ella era una imposibilidad. Desde aquella noche en que subieron al mirador y se despidieron, no habían tenido ningún contacto. Susan había prometido escribirle al llegar a casa… pero ese mensaje nunca llegó. 

Al verla cruzar la puerta, Arturo sintió una punzada en el pecho, una de esas que no duelen físicamente, pero que desordenan el alma. Su cuerpo no se movió, pero por dentro se desmoronó en un silencio lleno de preguntas. Susan caminaba como siempre, con esa mezcla de seguridad serena y distancia elegante. No lo había visto todavía. 

Pensó en todo lo que quiso decirle desde aquella noche en el mirador, pero que nunca dijo. Pensó en el mensaje que ella prometió y que no llegó, en la espera absurda frente a la pantalla del celular, en los borradores de textos que nunca envió por miedo a parecer necesitado, o peor aún, transparente. 

“Tal vez no me extrañó. Tal vez nunca pensó en mí después de esa noche. Tal vez el vino era solo un pretexto, una forma delicada de cerrar algo que nunca comenzó.” 

Pero ahí estaba ella. Real. Caminando por el pasillo de la fundación como si esos tres días no hubieran sido una pequeña eternidad para él. 

“¿Y si sí pensó en mí? ¿Y si también dudó en escribir? ¿Y si esta distancia fue un error compartido?” 

Arturo tragó saliva. La emoción le escalaba por el pecho como un animal dormido que despertaba. No sabía si saludarla, si fingir indiferencia o si huir, como a veces hacía con las cosas que le dolían. Pensó en cómo se le metía Susan en la cabeza, como si viviera en una casa sin renta dentro de él, removiendo recuerdos, frases, imágenes, silencios. Pensó en lo torpe que fue al preguntarle aquella noche por otro “ficho”, justo cuando ella le había dicho que quería volver a verlo. “Siempre digo lo incorrecto en el momento perfecto”, se recriminó. 

Miró los sobres blancos sobre la mesa y pensó en lo absurdo que era seguir en automático. “Carta y sobre, carta y sobre, como si fueran excusas para no pensar en ella... pero pensar en ella es lo único que sé hacer bien últimamente.” 

La vio detenerse para saludar a alguien. Ella reía. Esa risa que no necesitaba sonido para ser reconocida, esa que le revolvía el centro del pecho como una tormenta lenta y luminosa. 

Arturo bajó la mirada. “No tengo un lugar en su vida, y sin embargo... ella habita la mía.” 

Se quedó quieto, pero su mente era un torbellino. No sabía si era amor, ilusión, carencia o simplemente el anhelo de alguien que lo mirara como él deseaba ser mirado. Pero sí sabía una cosa: verla le bastaba para recordar que todavía sentía, y que todavía tenía algo por lo cual no rendirse. 

 

 

Arturo ignoraba qué pensaba Susan por aquellos días, qué impresión guardaba de él después de haberlo visto. Trataba de no pensarlo. Pensar en eso era como invocar una esperanza que prefería mantener dormida. Era querer que ella sintiera algo por él, alimentar una ilusión, una chispa que él mismo deseaba apagar. No por falta de deseo, sino por el peso de la conciencia: Susan era —lo repetía a sí mismo con terquedad— una idea, una imposibilidad, o quizás la combinación exacta entre su realidad y su locura. 

Hacía días que no se veían, aunque él no sabía que ella, en secreto, lo soñaba en las noches frías y aburridas. Y por eso, precisamente por eso, Susan había decidido volver a la fundación. Hace días que no se escuchaban, aunque Arturo confesaba en sus silencios que a veces creía oírla llamarlo. Y lo cierto es que ella sí lo hacía, pero en sueños. 

Susan avanzó por el pasillo, y Arturo quedó paralizado con solo verla. Eran cerca de las seis de la tarde. Ella caminaba sin apuro, con esa calma natural que parecía flotar en el aire. Qué linda está, pensó Arturo. Qué descalzo estoy. 

Ella se detuvo a saludar a los voluntarios, a Franka, y luego continuó su camino. La energía que irradiaba era desbordante, magnética. Arturo la percibía incluso a metros de distancia. No podía dejar de mirarla. ¿Qué sentía? ¿Le gustaba? ¿Qué era eso que le recorría el cuerpo como electricidad suave, como miedo disfrazado de alegría? 

Apartó la vista, temiendo que ella lo notara. Pero ya era tarde. 

Susan lo había visto todo. 

Lo vio quieto, con los ojos fijos, con ese aire ausente que sólo tienen los que están perdidos en un pensamiento demasiado grande para caber en palabras. Lo vio como se ve un secreto a punto de revelarse, como quien encuentra algo olvidado en el tiempo. 

Se detuvo un instante, sin decir nada. Su mirada recorrió el rostro de Arturo como si leyera en él un libro que ya conocía, pero cuya historia aún quería descubrir. No sonrió de inmediato. Fue más bien un gesto leve, contenido, como si su alma sonriera antes que sus labios. 

—Hola, Arturo —dijo, apenas audible, como si temiera romper algo frágil con el sonido de su voz. 

Él tardó un segundo en reaccionar. Se sintió torpe, fuera de lugar, como un actor que ha olvidado su línea en medio del escenario. Se incorporó ligeramente y logró balbucear un saludo. 

—Hola, Susan... 

Ella dio un paso más cerca, sin apuro, como si el tiempo no la urgiera. Llevaba el cabello recogido, una bufanda cruzada al cuello y esa mirada suya que parecía siempre a punto de descubrir un misterio. 

—Hace días que no pasaba por aquí —dijo, mientras bajaba la vista como si esa frase ocultara algo más. 

Arturo asintió, y por un momento no supo qué decir. Tenía tantas palabras cruzándose en la garganta que ninguna salía. Tenía la sensación de que, si hablaba, iba a estropear algo. Así que se limitó a observarla, intentando retener en la memoria cada mínimo gesto: el modo en que inclinaba la cabeza, cómo jugaba con la manga del suéter, cómo evitaba mirarlo directo a los ojos por más de unos segundos. 

Susan notó su incomodidad. Y como si quisiera aliviarla, se acercó un poco más y preguntó con suavidad: 

—¿Estás bien? 

Arturo pensó en decir “sí”, como hacen todos. Pero se quedó en silencio. Porque no estaba mal, pero tampoco bien. Porque verla ahí, frente a él, lo desarmaba por dentro, y al mismo tiempo, lo volvía a construir. 

Susan esperó una respuesta, pero no insistió. Lo miró una última vez y sonrió, esa sonrisa suya que no necesitaba explicación. 

—Iré a ver a los chicos —dijo—. Luego paso por aquí. 

Y se fue. Caminando con esa ligereza que parecía flotar. Arturo la siguió con la mirada hasta que desapareció al doblar el pasillo. Luego suspiró, y con ese suspiro se le fue algo de miedo, pero le quedó algo más peligroso: esperanza. 

Hubiera querido no sentir eso. No dejarse arrastrar por su voz con un simple “hola”. Pero ya era tarde. Arturo lo sabía. Sentirla le dolía, y sin embargo no podía evitarlo. Pensar en ella era como contraer una fiebre silenciosa, una que no arde en la piel, sino que consume por dentro. Y ahora que lo pensaba, comenzaba a enfermar, sí, y era ella la causa que Dormitar tanto le advertía: ella era el germen y la medicina, la herida y el anhelo de cura. 

Susan, por su parte, sonrió con cierta timidez y no dijo nada más. No era indiferencia, era una confesión muda. Le agradaba, aunque no supiera cómo nombrarlo. Se sintió, en ese instante, ligeramente bien. Le sorprendía aún poder producir esos efectos en un hombre. Para aquellos días, Susan creía haber perdido el encanto. Desde Hugo, pensaba que ya no lograría provocar algo más profundo que una historia repetida, que un beso por costumbre, que una relación por inercia. 

La sonrisa de Arturo —involuntaria, torpe y sincera— le devolvió una fe que creía enterrada: la de ser aún visible en el mapa emocional de alguien. 

Y entonces, Arturo salió del trance. Se sacudió la inmovilidad como quien despierta de un sueño que no quiere abandonar, y fue tras ella. No por valentía, sino porque quedarse quieto dolía más que arriesgarse. 

La buscó con los ojos primero, luego con el cuerpo. Caminó con pasos contenidos por el pasillo, tratando de no parecer ansioso, aunque lo estaba. Quería decirle algo, cualquier cosa, pero no encontraba palabras que no sonaran ridículas o demasiado cargadas. 

Susan estaba sentada con los voluntarios, riendo levemente por algo que decía Franka. Él la observó unos segundos desde la entrada, sin interrumpir. Se detuvo ahí, como si su simple presencia a unos metros fuera ya un acto de osadía. 

Y pensó: 
“¿Y si me acerco? ¿Y si le digo que me alegra verla? ¿Y si la invito a caminar, a hablar, a estar?” 

Pero también pensó: 
“¿Y si la espanto? ¿Y si se va? ¿Y si no es lo que yo creo que es?” 

Y entonces, ella levantó la mirada. Lo vio. Le sostuvo la vista. 

No hizo falta que dijeran nada. La conversación más honesta de la tarde ocurrió en ese cruce de miradas donde no cabía ni el pasado ni el futuro, sólo el presente, tan breve y tan cargado de significado. 

—Pensé que estaba ocupado —dijo Susan, con una media sonrisa—, pero veo que está descalzo. Grande el nivel de estrés de la fundación. 

—Oh… qué pena, en serio —respondió Arturo, un tanto avergonzado, buscando recuperar compostura—. Me preparaba para acompañar a Franka y los voluntarios en las dinámicas de hoy, pero adelante… vamos a mi oficina. 

Ella lo siguió por el pasillo. En el trayecto, Arturo no dijo nada. Se sentía ligeramente torpe a su lado, como si cada palabra pudiera tropezar con sus propios nervios. Por eso, prefirió el silencio, esperando que fuera ella quien guiara la conversación. Pero Susan, lejos de incomodarse, se dedicaba a observar el lugar con calma, disfrutando en silencio de la torpeza entrañable de Arturo. 

La oficina era pequeña, pero acogedora. Un refugio entre papeles y pensamientos. Nadie entraba sin su permiso, salvo Susan. Ella se detuvo en el umbral, apoyada contra el marco de la puerta, con una ceja alzada y tono irónico: 

—¿Puedo pasar? 

—Por supuesto —respondió él sin dudar—. Incluso cuando no esté. 

Susan dio un paso adentro. Sus ojos exploraban los rincones, como si intentara leer entre los objetos la personalidad de Arturo. Entonces, sin preámbulo, le dijo: 

—Estuve pensando en el ofrecimiento de trabajar aquí. La idea me dio muchas vueltas en la cabeza… y al fin me decidí. 

Arturo la miró con sorpresa contenida. No respondió con palabras, sino con una media sonrisa que fue creciendo mientras se dirigía a la oficina del lado. Abrió la puerta con un gesto ceremonioso. 

Dentro, había un escritorio negro, una silla aún envuelta en su plástico protector, un par de cajas cubiertas de polvo y unos cuadros arrimados a la pared, como esperando ser colgados. 

—Bienvenida a su oficina —dijo, con voz más firme, como si al pronunciarlo le diera realidad al gesto, como si al decirlo la estuviera nombrando parte del lugar. 

Susan cruzó la puerta sin dudar. 

—¿Y esto viene con café? —bromeó, mientras dejaba su bolso sobre la silla. 

—Solo si promete quedarse más de un día —replicó Arturo, y esta vez fue él quien se permitió disfrutar del silencio. 

Aquello tomó por sorpresa a Susan. No esperaba una aceptación tan inmediata. Había pensado que Arturo le pediría esperar, llenar formularios, hablar con alguien más. Pero no. Para esas horas de la noche, Arturo se permitía muchas cosas. Era como si la oscuridad le aligerara el alma, como si la noche desactivara en él las cargas formales del día y le diera permiso para actuar según sus impulsos. 

Y era un impulso, sin duda. Porque la fundación no contaba con una solvencia económica sólida para incorporar a alguien más. Arturo lo sabía: deberían trabajar el doble si querían cerrar el mes sin sobresaltos. Pero algo en Susan, en su energía, en su determinación… algo justificaba el riesgo. 

—No lo esperaba tan rápido —dijo ella, con una mezcla de sorpresa y ternura—. Creí que me diría que para ello debía esperar. 

—¿Esperar más? —respondió Arturo, mirándola con una intensidad que la hizo bajar la mirada por un instante—. No me lo permitiría. 

—Gracias por confiar en mí, Arturo —dijo Susan, y su voz se le quebró apenas, como si no recordara la última vez que alguien había confiado en ella de verdad—. No sabe cuánto lo agradezco. Espero poder ayudar a los niños… y hacer que la fundación crezca, sobre todo con el proyecto Niños Cangrejos. Y otros que vendrán. 

—Todas las propuestas que tenga deberá pasarlas con el representante legal —respondió Arturo, fingiendo seriedad. 

Susan soltó una carcajada. 

—Tonto, usted es el representante legal. 

—Ah, cierto… —dijo él, sonriendo—. Pero no se confíe, señorita Susan. También debe pasarla al resto del comité. 

—¡No sea tonto! —volvió a reír ella, con esa risa honesta que tanto le gustaba a Arturo— Usted es el resto del comité. ¿Me está tomando en serio? 

—Por supuesto. —Arturo asintió como si hablara en una reunión solemne—. De hecho, acabamos de tener una reunión. Creo que ahora ya sabe el procedimiento a seguir en cualquiera de los casos. Cualquier duda con el organigrama… no dude en hacérmelo saber. 

—Gracias por confiar en mí, Arturo —repitió Susan, más seria esta vez. 

—No hay nada que agradecer —dijo él—. Por lo pronto… hagamos público este nombramiento. 

Y sin darle tiempo a reaccionar, le tomó la mano con naturalidad y la condujo hasta el salón de ensayos. Al llegar, se dirigió a todos con una mezcla de formalidad y emoción: 

—Amigos, hoy damos la bienvenida a una nueva integrante de Fundayudar. Susan se une a nosotros para seguir construyendo este espacio con amor, proyectos y dedicación. 

Franka fue la primera en abrazarla. Los jóvenes aplaudieron con fuerza, algunos sonrieron y la invitaron sin reparos a quedarse en la actividad de la noche. Susan aceptó encantada. 

Mientras los juegos y las dinámicas comenzaban, Arturo se apartó un poco, sentándose en una silla en una esquina del salón. Desde allí, la miraba. Había en ella algo sensual, sí. Muchos lo dirían. Pero para él era más que eso. Tenerla cerca lo inundaba de una sensación de gusto que le costaba nombrar. 

"¿Cómo es que la conocí ya casada?" —se preguntaba Arturo, rumiando su suerte, tratando de entender por qué el destino había esperado diez años para reunirlos. ¿Por qué ahora? 

Entonces, entre risas y movimientos, un voluntario se le acercó con una hoja sobrante. Arturo la tomó, sacó una pluma del bolsillo y escribió una nota. No era larga, pero contenía más verdad de la que se atrevía a decir en voz alta. 

Señorita Susan: 

Me gusta, pero usted no lo sabe. 
Sucede cuando la tengo cerca, cuando la veo, y solo en esos instantes la quiero para mí. Aunque, más que gustarme... creo que la quiero. O tal vez aún no lo sé. Intento definir lo que siento y, a veces, creo que es simple gusto; otras veces, me da la impresión de que todo esto no es más que un mecanismo humano —una inclinación ilusoria— que usamos para no sentirnos solos. Un reflejo de recuerdos y anhelos que, al abrazarlos, nos hacen creer que hay algo real. Pero no siempre es así. 

Sobre todo, esto último me pasa a mí. 
Usted no me da señales, ni siquiera se despide cuando sabe que la observo. Solo se da la vuelta y camina hasta desaparecer de mi vista. 
Así sucedía también en el ejército. Yo me detenía, cuidaba que nadie me viera, y entonces, le clavaba la mirada. Es que nadie que me conociera debía enterarse. Cuando comprobaba que estaba solo, volvía a mirar cómo se alejaba. 

¿Será que usted me gusta? 

Lo que siento no es nuevo. Cada vez que está cerca, me hago la misma pregunta. Y lo que me produce es un mar de sensaciones. Me gusta meterme en ese mar porque sé nadar y creo que lo controlo. Pero a veces me da miedo confiarme, porque estando en la orilla... el mar puede subir, y los tiburones devorarme sin avisar. 

Comienzo a creer que usted sospecha lo que siento. Sé que en el fondo lo intuye, pero no le gusta hablar del tema. Igual, hasta yo lo dudo. 
A veces quisiera decirle toda esta confusión, porque sé que usted me entendería. Pero también sé que no sacaría nada con ello, salvo quedar en ridículo. Han pasado cerca de diez años, y… ¿qué podría decirle ahora? 

Y sin embargo, quisiera decirle que despertó en mí algo que creía olvidado. 
Y que solo usted, Susan Blue, ha logrado despertar. 

Además… está casada. ¿Qué podría decirme usted? 
Yo mismo me sé la respuesta: nada. 

Aun así, en lo personal, me gusta este juego extraño de acercarme y sentir; de alejarme y olvidar; de verla y soñar; de cerrar los ojos y poder dormitar con usted. Dormitar que está conmigo y que nunca se ha ido. Volar mentalmente a su lado, traerla hacia mí, imaginar historias y conversaciones en escenarios que existen y otros que jamás existirán. 

Así, entre imaginación y realidad... 
me gusta. Pero usted no lo sabe. 

Atentamente, 
Arturo Jerez 

 

Susan se percató de que los ojos de Arturo estaban fijos en ella. Y, sin quererlo, se sintió hermosa. Era esa clase de belleza que no depende del maquillaje o la ropa, sino de sentirse vista, apreciada en su totalidad. Hugo, su expareja, había olvidado cómo valorarla, cómo hacerla sentir querida y deseada con una simple mirada. Arturo, en cambio, no había dejado de hacerlo ni un solo día en los últimos diez años. 

Para él, Susan no era solo atractiva; era majestuosa. Pensaba que incluso un ciego sería capaz de reconocer su belleza, tan evidente le resultaba. Hasta su voz, con ese tono entre seriedad y locura, le parecía fascinante. Una voz que no todos comprendían, pero que a él le parecía profundamente auténtica. Arturo la tomaba cada vez más en serio. Demasiado, incluso. 

Susan, por su parte, no experimentaba lo mismo. Acababa de terminar su relación con Hugo Suárez y, aunque algo en Arturo la inquietaba, cualquier emoción que naciera en ella la reprimía de inmediato. Le parecían sentimientos complicados… o imposibles. No sabría decir cuál de los dos términos era el más acertado. Pensó entonces que disfrutar del momento no estaba bien, que debía detener aquella danza muda de miradas. 

Con esa intención, se acercó a Arturo e interrumpió el juego silencioso. Lo tomó de la mano con determinación y lo levantó de la silla. Al llegar al centro del salón, lo soltó. 

El ejercicio que proponía Franka era simple, al menos en teoría. Consistía en vendarse los ojos con un trapo rojo y colocarse frente a otra persona que sí podía ver. El vendado debía tocar con respeto a la otra persona y, en tan solo dos intentos, adivinar de quién se trataba. Era un juego de confianza, de intuición, de sensibilidad. 

—Arturo, Susan va a vendarte los ojos —dijo Franka con tono firme—. Luego yo te llevaré a tu lugar. La mitad del grupo estará con los ojos cubiertos, la otra mitad observando. 
Todos asintieron y siguieron las instrucciones. 

Susan se paró frente a Arturo. Él seguía mirándola, hipnotizado. Entonces ella cerró sus propios ojos con suavidad, como si al no mirarlo pudiera controlar lo que sentía. Luego tomó el trapo rojo y lo colocó sobre el rostro de Arturo. Sus brazos pasaron sobre los hombros de él para hacer el nudo detrás de su cabeza. Estaba demasiado cerca. Le respiraba al oído. Arturo la olía. Y eso lo alteraba. 

Los sentidos de ambos se agudizaron. Había algo eléctrico entre ellos, un magnetismo sutil pero innegable. Ella sintió un estremecimiento en todo el cuerpo. Arturo, por su parte, quería que el momento no terminara. 

Susan amarró el trapo despacio, con cuidado, y volvió a respirar. Esta vez, más fuerte, como si fuera un suspiro que se le escapaba sin permiso. Luego se alejó de golpe, dejándolo sin aliento. 

—¡Quien no adivine, paga penitencia! —gritó Franka, rompiendo la tensión—. No se irrespeten y no hablen, para que no los descubran, ¿entendido? 

—¡Sí! —respondieron al unísono. 

—¡No hablen, he dicho! —insistió Franka con una sonrisa. 

Franka tomó uno a uno los cuerpos vendados y los fue guiando con cuidado por el salón, como si dispusiera piezas delicadas sobre un tablero que solo ella comprendía. Cada par quedó frente a frente, separados apenas por el aire, por el tacto aún no ejercido. Entonces dio la orden. 

Arturo avanzó con cautela. Su mano derecha temblaba levemente, como si la oscuridad bajo el trapo le hubiese afilado los sentidos. Extendió los dedos y tropezó, suave, con un muslo. Una reacción eléctrica le recorrió el cuerpo. Subió despacio hacia la cintura, y entonces lo supo: era una mujer. Pero no cualquier mujer. 

Siguió el recorrido hacia los hombros, el cuello, hasta el rostro. La piel era tersa, familiar. Algo en la curva de la mandíbula, en el calor que emanaba del cuerpo frente a él, lo hizo detenerse un instante. No por duda, sino por la intensidad de la certeza. Acarició con la yema del índice la silueta, como quien traza una línea invisible entre lo prohibido y lo inevitable. Entonces llegó a las manos. Las reconoció al instante. Esas mismas lo habían tocado minutos antes, con esa mezcla de decisión y ternura que solo puede tener quien no sabe si está jugando… o diciendo adiós. 

Susan Blue, pensó. 

Se acercó un poco más, respirando el espacio compartido, ese lugar donde ya no era necesario ver para sentir. Habló apenas, como quien no quiere romper un hechizo. 

—¿Qué sucede si pierdo? 

Ella no respondió. Se mantuvo inmóvil. La tensión se volvió brisa espesa entre ambos. 

—Sé quién eres —dijo Arturo—. Es imposible confundir una vibración cuando ya la has sentido antes. 

Extendió un dedo hacia la boca de Susan. Lo detuvo justo allí, como si el gesto bastara. Ella sonreía. No hacía falta verla. Lo supo por la forma en que los labios se curvaban, por la manera en que el aire cambió. 

—Como has perdido —murmuró ella por fin—, creo que debemos ir por un vino. 

—¿Es una invitación? 

—Creo que sí. 

Susan levantó los brazos y los posó sobre el cuello de Arturo, dispuesta a quitarle el trapo rojo. Pero él la detuvo. 

—Espera… quiero hacer algo más. 

Puso sus manos en su cintura, despacio, casi con gratitud. No era un gesto de posesión, sino de reconocimiento. De estar tocando algo que había deseado por tanto tiempo en silencio, que ahora no sabía si era real o un espejismo. 

La figura de Susan cobró forma entre sus dedos, y ambos quedaron atrapados en esa pausa donde todo es posible y nada se dice. Las sensaciones los envolvieron, densas y dulces, como la luz tibia de una habitación cerrada. 

Arturo alimentó su ilusión, esa que había crecido a lo largo de los años como una flor en la sombra. Susan, por su parte, cerró los ojos. Por un momento se permitió borrar la realidad, dejar de ser la mujer que se prometía no cruzar ciertas líneas. Se acercó un poco más. Lo olió. Le encantó. 

Pero entonces pensó: esto no está bien. No podía estar con Arturo. Había demasiados hilos, demasiados nudos no resueltos. Se alejó con suavidad, sin hablar. Pero en su mente resonaba una sola pregunta, sencilla y desarmante: 

¿Será que me gusta? 

 

Mientras tanto susan tambien pensaba ¿En qué momento me dejé llevar por esto? No fue la mano de Arturo. Fue algo más. Fue la forma en que me tocó sin tocarme realmente, como si supiera dónde estaba cada parte de mí sin necesidad de verla. Como si me hubiese estado esperando todo este tiempo. 

Y yo, que juré no volver a sentirme así, que aprendí —a las malas— a reprimir la piel, el impulso, esa corriente que se enciende cuando alguien te mira como si fueras un secreto que ha guardado por años. 

Hugo no me miraba así. Hugo no me tocaba así. Hugo me dejó de mirar incluso antes de irse. 
Y yo... yo aprendí a dejar de gustarme. 

Pero Arturo. 
Arturo me mira como si nunca hubiera dejado de hacerlo. Como si cada gesto mío tuviera sentido solo en su recuerdo. 
¿Es posible que alguien no olvide, ni siquiera un poco, después de diez años? 
¿Es posible que yo también lo haya guardado en algún rincón del cuerpo sin saberlo? 

No. No debería pensar así. 
Él es Arturo. 
Es el que me conoce desde siempre, desde cuando no sabíamos ni siquiera decirnos lo que sentíamos. 
Y eso... eso lo vuelve más peligroso. 

Porque con él no tendría que fingir. Ni reír por compromiso. Ni esconder las partes rotas. 
Y eso —precisamente eso— me asusta. 

Siento su olor todavía. Ese perfume sutil que no se compra. El que se impregna en la memoria. 
Siento sus manos todavía en mi cintura. Siento mi respiración detenida. 
Siento una pregunta que no me atrevo a contestar: ¿Y si esta vez sí...? 

Pero no. 
No puedo. 
No debo. 

Si me dejo caer, ¿quién me va a sostener después? 
¿Y si no era deseo sino solo nostalgia? ¿Y si lo que quiero no es a Arturo sino la ilusión de que alguien vuelva a mirarme como si fuera hermosa? 

¿Será que me gusta? 
¿O será que quiero gustarle a alguien otra vez? 

Y sin embargo, el cuerpo no miente. El cuerpo, como el silencio, también guarda verdades que las palabras no se atreven a pronunciar. 

Señorita Susan: 

 Comienzo por creer que usted sospecha que me gusta, en el fondo lo sabe, aunque es claro que no le gusta hablar del tema. Permítame entender ¿Por qué se aleja de mí? ¿Qué de mi personalidad no le agrada? ¿Qué es lo que más podría atraerle? Por mi parte le digo que todo de usted me gusta y que no tengo motivo alguno para alejarme, y no pretenderé hacer una lista de ello dado que quizás usted haga una lista de sus razones hacia mí y no me gustaría leer aquello, si bien es algo subjetivo sé bien que podría afectarme sobremanera. Me detengo a pensar en usted y sus razones conmigo y concluyo vagamente que cuando a uno le gusta alguien, le gusta y ya. La frase no podría sonar mejor pero no encuentro otra forma de decirlo o expresarla. Quizás lo mejor sea alejarme y aceptar que no me quiere, aunque quizás quiera quererme. ¿Podría usted quererme? Aunque también podría permanecer a su lado y pedirle que me enseñe a olvidar, es que en silencio y frente a Dormitar he jurado que debo alejarme pero mi fuerza de voluntad se doblega con su sola presencia; es solo que se aparezca en el piso rocoso de la entrada y ello me es suficiente para borrar de mi esas promesas ahogadas que los humanos hacemos cuando nuestro corazón se encuentra frágil, promesas que no conducen a nada y que sin que usted lo sepa arrugo y arrojo a la basura. Señorita Susan, debería yo buscar una forma de distraerme y no pensarla, quizás cavar hasta llegar a otro lado o embarcarme al espacio sideral. Entienda que a mi edad no me gusta todo el mundo, si alguien me atrapa no es algo corporal, tiene que ver sobre todo con sentimientos, con aquello que me ponga a vibrar. Venga señorita Susan Blue, siéntese a mi lado y vea como soy yo. 

Atentamente: Arturo jerez 

Al día siguiente, Arturo salió de su casa con una certeza en el bolsillo: hoy quería hacerle un gesto bonito a Susan. Nada elaborado, nada dicho en voz alta. Solo un pequeño dulce de chocolate que compró en una tienda cualquiera, con la ilusión torpe y dulce de quien no sabe muy bien cómo se regalan los afectos cuando no se está seguro de merecerlos. 

Llegó a la fundación a la misma hora de siempre. Los voluntarios comenzaban a llenar los pasillos, y Franka ya se encontraba allí, sentada junto a Susan en la oficina número tres. La de ella. 

Susan tenía el cabello recogido en un moño bajo. Llevaba una camisa blanca, un jean azul, zapatos deportivos negros. El bolso reposaba en sus piernas como una declaración involuntaria de distancia. Estaba, como siempre, perfectamente serena. Perfectamente lejana. 

Arturo no saludó a nadie. La ansiedad se le metía en el pecho como una jauría muda. Sentía que todos lo observaban, que su humor se había ido desdibujando en los últimos días. No era difícil notarlo: toda su atención se la robaba ella. 

Se detuvo. Se arrepintió. Dio media vuelta. ¿Cómo entregar algo tan mínimo sin hacerlo parecer demasiado? Pensó en las palabras adecuadas. No las encontró. 
Entonces hizo un cálculo absurdo: siete pasos. Eso lo separaba de ella. Siete pasos que en su cabeza eran una coreografía improvisada entre el deseo y la vergüenza. 

Y caminó. 
Uno. 
Dos. 
Tres. 
Cuatro pasos. El chocolate sudaba en su palma. 
Cinco. Entregarlo era declararse. 
Seis. Estaba sobre ella. 

Franka lo miraba. Susan también. Por un instante creyó que ambas podían oír sus latidos, uno a uno, como un metrónomo desafinado. 
Siete. 

Le tomó las manos y, sin más, le entregó aquel dulce. Después se inclinó levemente y le dio un beso en la mejilla. Ni muy cerca ni muy lejos. Un gesto medido, contenido, pero inevitablemente íntimo. 

Susan se quedó quieta. Como una hoja que cae sin decidir aún si tocar el suelo. 

Y Arturo comenzó el camino inverso. 
Seis pasos. 
Cinco. Sintió la estupidez empapándole los hombros. 
Cuatro. No dijo nada. 
Tres. Pero lo había dicho todo. 
Dos. 
Uno. 

Abrió la puerta de su oficina, entró y la cerró tras de sí como quien clausura un instante que duele por ser real. Se apoyó contra la madera. El rostro rojo. La respiración agitada. El corazón partido entre la vergüenza y la ternura. 

¿Qué demonios fue eso?, pensó. 
¿Cómo mirarla de nuevo sin parecer un idiota? 
No entendía qué sentía por Susan, ni si ella podría sentir algo parecido. Pero lo que sí sabía era que aquel día había hablado sin decir una palabra. 

Era como si todo se hubiese desbordado en un gesto: 
una gota de agua cayendo sobre un hormiguero. 
Un chocolate. 
Siete pasos. 
Una mujer. 
Susan. 
Y el vértigo silencioso de las sensaciones. 

 

Con el ánimo de desahogarse y encontrar algo de paz interior, Arturo decidió escribir una nota dirigida a Dormitar. No buscaba una respuesta ni un diálogo, solo que ella la leyera, algún día, en silencio. Quería que comprendiera lo que había ocurrido sin necesidad de decirle palabra alguna. Si acaso leía todas las notas que había escrito, esperaba que no se sintiera incómoda. Y si no le gustaban, simplemente que no las viera. Solo eso: que leyera. 

Creyó entonces que la mejor manera de expresarse era dejando discretamente aquella nota en su bolso, sin que ella lo notara. Tomó un bolígrafo, una hoja de papel, y escribió: 

Señorita Susan: Acaba de reconocer mis pasos, los de un hombre que en silencio la mira y la admira, que cuando lo hace se pregunta ¿Qué siento? Se que todos estos actos con los cuales se pretende a una mujer no le son nuevos, ya han de ser muchos hombres quienes han intentado lo que yo. Cuantos incluso se han acercado para solo usarla, pero yo no pretendo eso, se lo juro que no. Lo mío se ha dado tiempo atrás ¿Lo recuerda? ¿Puede recordarme? Pero usted reconoce hombres como yo, sabe diferenciar y poner límites. Lo sé. Lo sé porque llevo mucho tiempo observándola al dar unos pasos y entonces observo sus hermosas curvas. Atentamente, Arturo Jerez 

 

Sin haber terminado de escribir, tocaron a la puerta. Arturo cruzó los dedos y deseó con todas sus fuerzas que no fuera Susan quien intentaba entrar a su oficina. Se levantó de la silla y se dirigió hacia la puerta, abriéndola lentamente con los ojos cerrados. 

—Gracias por los chocolates —escuchó. 

Mierda —pensó Arturo. 

Abrió los ojos, pero no la miró. Sabía que no era capaz de sostenerle la mirada. Suspiró y caminó de nuevo hacia el escritorio. 

—¿Puedo saber a qué se deben? —preguntó ella. 

—Claro… pues es… una forma de… de eso. De dar las gracias. 

—¿Las gracias? 

Arturo pensó: Sí, Susan, las gracias por preguntar justo lo que no quiero responder y por hacerme todo más difícil. Le sonrió. 

—Sí, las gracias por decidir trabajar aquí. Sé que le debo más, pero por ahora… solo eso. Con más tiempo espero recompensarla. 

—Arturo, usted no sabe mentir —le dijo ella—. Pero me gusta eso. 

Susan notó el papel sobre el escritorio. Al ver su nombre escrito en él, se inclinó levemente con intención de leerlo. 

—No sé mentir, es cierto —admitió él—. Así como usted no sabe disimular. 

Entonces Arturo tomó la hoja con suavidad y la dobló. Ella comenzó a reír, avergonzada. Pero fue más fuerte la vergüenza que él sintió por lo de los chocolates. Arturo alzó la mirada y se perdió en los ojos café de Susan. En ese instante quiso descubrir si ella podría llegar a sentir algo por él. 

Susan, por su parte, no soportó la intensidad de aquella mirada y desvió la vista hacia el papel doblado. Arturo, atrapado por la forma en que ella lo miraba —o evitaba mirarlo—, salió del mutismo: 

—Algún día leerá todo esto. 

—Espero me deje leerlo algún día. Me gustaría mucho. 

—Así va a ser. No lo dudo. 

—Solo vine a preguntar por los chocolates… y a traerle un postre. Me voy a mi oficina nueva, que aún huele a pintura. 

Arturo recibió con cuidado el pequeño postre que Susan llevaba. Descubrió que dentro había una nota para él. 

—¿Le gusta el olor? —preguntó ella. 

—Sí, es uno de mis olores favoritos. Como a ropa nueva, libro nuevo, pasto mojado, lluvia… cabello recién lavado. Tengo una lista. 

—Yo no tengo una lista, pero varios de esos olores también me gustan —respondió Susan con una sonrisa. 

—¿Cuáles? Debería hacer una lista, Arturo. 

—Prometo hacer una lista para que la huela… digo, para que la lea. 

Ambos rieron. Susan se dio la vuelta y salió de la oficina. Arturo la observó caminar, contando cada uno de sus pasos mientras repasaba mentalmente su propia lista de aromas favoritos. 

La contempló con detenimiento, fijándose en su figura, en el vaivén elegante y seguro de sus caderas. Ella caminaba lento, firme, segura… y sensual. Todo al mismo tiempo. Pero por esos días, Susan parecía estar atravesando cierta inseguridad, y no notaba todo lo que Arturo veía en ella. 

Pensó entonces que, si Susan tenía los pies planos, la naturaleza se había encargado de compensarlo con la gracia de su figura: su cintura, su cabello ondulado, sus curvas que nadie podría arrebatarle. 

Apenas ella desapareció tras la puerta, Arturo desdobló la nota que venía con el postre y leyó en voz baja: 

Este detalle es poco para lo que se merece. 
Mi señor Arturo, sin duda Dios me bendijo al conocerlo. 
Nunca me cansaré de pedirle que traiga muchas bendiciones para su vida. 
Gracias, gracias, gracias. 

Señorita Susan: 

Por meses anhelé recibir una carta, una nota, un simple mensaje de su parte. Hoy ese deseo se ha cumplido, y aunque en menos de cuatro líneas usted logra conmoverme, también confieso que algo de mi ilusión se ha quebrado. 

Comienza usted diciendo: “Este detalle es poco para lo que se merece”. Y junto a esas palabras, me obsequia un postre. Entonces pienso que quizá no logra dimensionar lo que en verdad creo merecer: una mujer como usted. No por capricho, sino porque he intentado hacer las cosas bien, con la esperanza —silenciosa, constante— de merecerla. ¿Es que acaso no hago lo suficiente? 

Luego continúa: “Mi señor Arturo, sin duda Dios me bendijo al conocerlo”. Y esas palabras bastan para que algo en mí se calme. Me reconforta pensar que le hago bien, que quizás Dios, en su misteriosa sabiduría, me puso en su camino para cuidarla un poco, para sostenerla —aunque sea de lejos— en esos días donde el alma tiembla y no siempre se nota. 

En la tercera línea, más extensa que las anteriores, usted escribe: “Nunca me cansaré de pedirle que traiga muchas bendiciones para su vida”. Y entonces me pregunto, ¿podría Dios traerme a usted como una de esas bendiciones? ¿Podría concederme esa gracia? 

Y ya en la última línea, repite tres veces una palabra como si se tratara de un conjuro sagrado: Gracias, gracias, gracias. No encuentro explicación exacta a esa repetición, pero la recibo con el corazón temblando. Porque todo lo que hago por usted y para usted, Susan, no es buscando aplausos ni reconocimiento. Es solo para que se sienta mejor. Para que sepa que no está sola. Que, aunque no siempre me vea, yo ando cerca. Aun cuando la vida decida ponernos en rutas que no imaginamos. 

No piense, por favor, que escribo esto en reproche. Al contrario. Su nota y su postre me llegaron muy hondo. Tanto, que aún no sé qué se llenó más: si el estómago o el corazón. 

Es solo que… en su papel no me dice que le gusto, o que me quiere, o que quiere quererme. No me habla de un “nosotros”, ni siquiera en una dimensión secreta donde “usted y yo” se escribe como una sola palabra: ustedyyyo. Así, sin espacio. Así, juntos. 

Con respeto y afecto sincero, 
Arturo Jerez 

Esa misma noche, en casa, Dormitar habló: 

—Arturo, lleva usted muchos días junto a esa mujer y avanza de forma lenta. ¿Acaso no desea conquistarla? 

—Estoy en eso. Hoy, por ejemplo, le regalé unos chocolates… aunque luego desee no haberlo hecho. No considero prudente... 

—¿Le regaló unos chocolates? —interrumpió Dormitar con un dejo de burla—. ¿Qué persona que no quiere que la otra sepa lo que siente regala chocolates? 

—La verdad… no sé en qué pensaba. 

—Debería consultármelo todo a mí antes de hacer algo. 

—Usted no sabe de mujeres. No conoce a ninguna… y a la única con la que hablaba… la asesinó. ¿No es así? 

—Eso no es inconveniente suyo —respondió Dormitar con tono firme—. Aquellos hechos hacen parte de mi misión. 

—¿Cuál misión? Por meses ha dicho lo mismo. 

—No puedo hablar de ello. Mejor siga escribiéndole notas a Susan, así yo las leo. He notado que le gusta escribir sobre ella. 

—La verdad es que lo hago porque me siento solito. 

—Pues debería comprarse otro bonsái al que le interese su soledad. 

 

Para esa fecha, Arturo ya había logrado alcanzar el estado dormitar. Su sensación auditiva era un pitido persistente en los oídos, ese zumbido tenue que aparece inconsciente cuando se duerme o se está distraído. Sin embargo, cuando uno está dormitado y reflexivo, ese sonido se percibe nítidamente, como un canto interior. La sensación visual, en cambio, Arturo no podía distinguirla bien: tenía los ojos cubiertos por el trapo rojo que Dormitar solía colocarle, como parte de un ritual que solo él entendía. 

 

Comentarios

Entradas populares