CAPITULO VI EL GRITO DE LA MONTAÑA
Así las cosas, los días siguientes en la fundación transcurrieron para Arturo con una ligereza nueva, como si una brisa tibia le hubiera rozado el pecho y se hubiese quedado allí, suspendida. Las tareas parecían menos pesadas, y las horas, más cortas. Los rostros de los niños lo enternecían de una forma aún más profunda, como si el cariño que él intentaba sembrar ahora brotara con una facilidad mágica. La causa era sencilla: Susan Blue.
Comenzaron a hablar por celular. Sin horarios ni expectativas, solo mensajes que aparecían en la pantalla como pequeñas luces intermitentes:
"Hola Arturo, ¿cómo va tu día?"
"Buenas noches, querido señor Arturo."
Este último mensaje, repetido en la mente de Arturo como un susurro íntimo, le impedía conciliar el sueño de forma serena. Se acostaba en la cama, mirando el techo, repasando esas palabras una y otra vez como si escondieran un código secreto, como si pudieran decirle algo más de lo que mostraban. Y así, entre pensamiento y pensamiento, caía lentamente en ese estado intermedio, ese limbo donde no se duerme ni se está del todo despierto: donde vive Dormitar.
—No le dé tantas vueltas al asunto —le dijo una noche su gato, acurrucado en el borde de la cama—. Invítela a fumar un porro y ya verá cómo se suelta la conversación.
Arturo frunció el ceño. Se sentó en la cama indignado y lo miró con reproche.
—¿Fumar un porro? Jamás haría semejante cosa con Susan. ¿Estás loco?
Dormitar bostezó con descaro y estiró las patas delanteras con elegancia.
—Es usted muy aburrido, Arturo. Todo un abuelo. No se puede hablar de emociones profundas con té de manzanilla en la mano. ¡Se necesita un poco de fuego, de humo, de vida!
Arturo soltó una risa cansada, de esas que terminan en suspiro. Sabía que Dormitar, como todo lo que decía en ese mundo semionírico, tenía su punto. Pero también sabía que no quería apresurar nada. Que con Susan, las prisas podían estropear lo que apenas estaba empezando a germinar.
Aun así, aquel día, después de salir de la fundación y subir a su auto con el corazón latiendo como si algo fuera a suceder, tomó el teléfono entre las manos. El motor aún no había arrancado. El aire era denso, como suspendido.
Y escribió:
Arturo:
Hoy salí antes. Me queda media tarde libre.
¿Te gustaría tomar un café, caminar o simplemente vernos donde tú quieras?
Nada formal, solo tú y yo, sin reloj.
No prometo porros, pero sí buena compañía. Te invito. ¿Te animas?
Lo releyó tres veces antes de enviarlo. Dudó un instante, como si su pulgar pesara el doble, y luego lo dejó ir.
El mensaje partió como una botella al mar. Arturo se quedó en silencio, observando el teléfono, esperando una chispa en la pantalla. Dormitar, desde su rincón imaginario, levantó una ceja invisible.
—Eso estuvo mejor, abuelo. Ya vamos entrando en calor.
Y mientras el reloj del tablero marcaba las 4:06 p.m., Arturo esperó. Porque a veces, una respuesta puede cambiar el rumbo de una tarde, de una historia… o de toda una vida.
Asunto: Cita pendiente
Hola, señorita Susan:
Creo que aún estamos a tiempo de retomar aquella cita que, en medio de risas y silencios, se nos quedó pendiente.
Hoy me he permitido hacer uso de mi obstinación —que usted ya conoce— y, aunque sé que puede sonar atrevido, me pregunto si sería mucho pedirle que cancele sus otros compromisos de esta noche… incluidos “los otros”, si es que existen.
Le propongo algo sencillo: pasar por usted a las 8:00 p.m., sin planes rígidos, sin promesas extravagantes… solo usted y yo, bajo la misma luna que nos debe ya un encuentro más largo.
Con sincero afecto,
Arturo Jerez
6:27 p.m.
Asunto: Creo que dispone de mi tiempo sin consultarlo
Hola, señor Arturo:
Veo que ha decidido organizar mi agenda sin siquiera preguntarme...
Debo confesar que eso me ha desordenado un poco los planes de esta noche.
Sin embargo, no lo tome a mal. A veces el caos tiene su encanto.
Le aviso si los “otros” ceden el espacio.
Atentamente,
Susan Blue
6:28 p.m.
Asunto: Debería sentirlo, pero no se me da
No pretendo mucho.
Solo un café…
y quizás, su compañía por un rato.
Atentamente,
Arturo Jerez
6:30 p.m.
Asunto: Lo imaginé al notar su insistencia
Meteré a “los otros” en el armario,
y saldré por algo que no sea café —no lo tomo a esta hora.
Lo espero a las 8:30 p.m., no a la hora que usted decidió arbitrariamente.
Compréndalo… los otros siguen en mi habitación.
Atentamente,
Susan Blue
6:32 p.m.
Asunto: Soy persistente
Paso por usted cuando esté lista. Escríbame.
Atentamente,
Arturo Jerez
6:32 p.m.
Asunto: Es más persistente mi abuelita
¿Y acaso sabe usted dónde vivo ahora, señor terco?
Atentamente,
Susan Blue
6:35 p.m.
Asunto: Jajajaja
Qué detalle… no lo sé.
Atentamente,
Arturo Jerez
6:35 p.m.
Asunto: …
Deje que sea yo quien pase por usted, sin dudarlo.
Envíeme su dirección y, apenas esté listo, escríbame.
Atentamente,
Susan
6:37 p.m.
Asunto: Dirección
Avenida 203, número 21-23. Conjunto Los Príncipes. Municipio Laflor-ida.
Verdaderamente me sorprende su iniciativa… pero no puedo dejarla pasar.
La espero.
Atentamente,
Arturo Jerez
6:38 p.m.
Arturo llegó a casa y, sin prisa pero con un leve cosquilleo en el pecho, eligió con cuidado su atuendo. No era un hombre vanidoso, pero aquella noche lo movía una extraña ilusión que le exigía, al menos, sentirse cómodo. Se enfundó en una camisa blanca de manga larga, sencilla pero pulcra, una chaqueta de jean con olor a recuerdos, un pantalón negro entubado y unos tenis blancos que reservaba para momentos sin pretensiones. Se miró al espejo, se peinó con los dedos y sonrió al pensar en lo inusual de la situación: Susan iba a recogerlo. Aquello le parecía tan fuera de lo común que no pudo evitar reír por lo bajo. Nunca antes se había dejado recoger por una mujer; siempre había sido él quien se ofrecía, quien insistía, quien conducía. Esta vez, sin embargo, había decidido dejarse llevar por el impulso de lo inesperado, por el juego encantador que Susan proponía sin mucho esfuerzo.
Por su parte, Susan aguardaba en la calle frente a la casa de Arturo. Estaba sentada en el asiento del copiloto de un taxi, con la música suave de fondo y una impaciencia apenas perceptible en sus dedos, que tamborileaban sobre el volante imaginario. Vestía una blusa blanca con la bandera de la Unión Rusa estampada en el pecho, un jean ajustado que caía como una segunda piel y unos tenis amarillos que daban un contraste atrevido a su conjunto. Su bolso negro, cubierto de pequeñas pintas de colores, reposaba en su regazo como una extensión de su carácter: caótico, brillante, impredecible.
Era ya la hora señalada, las 8:30 pm, y ella esperaba pacientemente que Arturo cumpliera con su promesa de escribirle. No quiso llamarlo primero. Sentía que el misterio debía sostenerse un poco más. A las 8:37, el celular vibró con la llamada de Arturo.
—Susan, lleva 7 minutos tarde. ¿Dónde está?
Del otro lado, una sonrisa se dibujó en el rostro de ella.
—Esperando el mensaje que quedó de mandarme para poder ir por usted —respondió con ese tono entre dulce y punzante que tanto la caracterizaba.
Arturo no dijo más y colgó. Acto seguido, le escribió con una rapidez poco habitual en él:
Asunto: ¿“los otros” aún no la sueltan?
Ya estoy listo. Puede pasar por mí.
Atentamente:
Arturo Jerez
8:38 pm
Susan soltó una risita mientras leía el mensaje y respondió sin tardanza:
Asunto: “los otros” están dormidos. Me hace reír, señor Arturo.
Voy por usted en menos de 27 segundos.
Atentamente:
Susan
8:39 pm
Arturo, con media sonrisa en los labios, se dejó caer en el sillón más cercano y escribió:
Asunto: no puedo decir lo mismo.
Creo que llegará en 27 minutos. ¿Cómo viajar tan rápido?
Atentamente:
Arturo Jerez
8:40 pm
Susan llegó a la casa de Arturo justo a la hora prometida. Detuvo su moto con elegancia frente al conjunto, apagó el motor y, mientras escribía el mensaje que anunciaba su llegada, desvió la mirada hacia una de las ventanas iluminadas. No pudo evitar husmear un poco, con la naturalidad de quien busca descubrir algo más del otro sin pedir permiso. Dentro, todo estaba meticulosamente ordenado, como si el tiempo se hubiera detenido en aquella sala para no alterar ni una mota de polvo. Era un lugar que hablaba de alguien que valoraba los detalles, el silencio, el orden… y, quizás, la soledad.
Allí estaba Dormitar, el curioso ente que solo Arturo conocía. Al ver los ojos de Susan asomándose por la ventana, dio un respingo y sus ojos brillaron con algo entre la sorpresa y la furia. ¡Ella estaba ahí! Pero su alegría duró poco: en su mundo de emociones exageradas, se sintió traicionado. Arturo jamás le había contado que vería de nuevo a la mujer del parque. Así que comenzó a gritar con fuerza desde su rincón mental, con la voz de quien se siente desplazado:
—¡Arturo! ¡Ingrato! ¡Ni una palabra! ¿Qué pasó con los pactos de soledad, con las noches de té y música vieja?
En medio de aquel reclamo invisible, el timbre sonó dos veces, seco y preciso, interrumpiendo los lamentos de Dormitar. Arturo bajó las escaleras con cierta prisa y una mezcla de nerviosismo y entusiasmo, y al abrir la puerta, la encontró ahí: de pie, con esa media sonrisa que parecía estar siempre al borde de una ironía dulce.
—¡Qué rápido! —dijo Arturo, extendiéndole la mano en un gesto elegante y torpe a la vez.
Susan no dudó. Tomó su mano, lo jaló suavemente hacia ella y le dio un beso en la mejilla, un gesto inesperado que lo desarmó por completo. Cerró la puerta tras de él sin decir palabra, y el golpe hizo vibrar levemente el vidrio de la ventana por donde minutos antes había espiado a Dormitar, quien ahora bufaba con resignación desde la sala.
Avanzaron juntos hacia la moto. Susan echó un vistazo curioso a la fachada de la casa, mientras Arturo se aseguraba de poner cerraduras con precisión, como si en ello se jugara parte de su calma interior. El sonido de sus pasos rompía el silencio de la calle, una calle dormida que parecía mirar con complicidad a la pareja incipiente.
Susan, desde su posición, lo observaba acercarse y pensaba —quizás sin decirlo— que aquel hombre le generaba una mezcla particular de ternura y misterio. Arturo, por su parte, sentía cómo todo su cuerpo comenzaba a responder con una sinfonía química difícil de contener: endorfinas, dopamina, feniletilamina, norepinefrina… todo se activaba en él como si su sistema nervioso celebrara la cercanía de ella sin pedirle permiso.
Y aunque no se decían nada, en ese cruce de miradas y en esos gestos mínimos, ya todo estaba dicho.
—¿Estaba aquí hace rato? —preguntó Arturo con una mezcla de sorpresa y curiosidad mientras cerraba la puerta detrás de él—. No pasó ni un minuto desde los mensajes.
—No más de 27 segundos —respondió Susan, casi con orgullo, sin mirarlo directamente.
—Qué impuntual he sido. Mil disculpas por ello.
—Mil y una disculpas, Arturo. Es así como debe expresarse un caballero —replicó ella con una sonrisa pícara.
—Oh, lo tendré en cuenta para la próxima ocasión.
—¿Una próxima ocasión? Creo que usted está robándome los turnos.
Ambos sonrieron. No fue una sonrisa exagerada, ni nerviosa, ni forzada. Fue como la de dos adolescentes que empiezan a descubrirse, sintiendo una atracción que no necesita alboroto, pero que tampoco se disimula. Algo sutil y bonito, como esos cuentos de hadas que uno deja de creer, hasta que una noche cualquiera se hacen presentes con la simpleza de una conversación.
—Sé que me dará uno al finalizar la noche —dijo Arturo con confianza.
—Yo no estaría tan segura —le respondió Susan con tono ambiguo.
—A propósito... ¿su cónyuge no le dice nada por salir a esta hora?
Susan lo miró por un segundo más de lo habitual, ladeó la cabeza y sonrió con ese gesto suyo, medio sarcástico, medio real:
—Luego hablamos de él. Por ahora, no se afane por eso. La noche está fría y no por ello debemos hacer una conversación insensible —le guiñó un ojo.
Sin esperar réplica, sacó de su bolso un casco y un chaleco reflector y se los entregó. Arturo se acomodó ambos con cierta torpeza y, justo cuando estaba a punto de abrochar las correas del casco, Susan se acercó con firmeza suave. Tomó las cintas entre sus dedos, y sin pedir permiso, las ajustó. Arturo la miró, sorprendido por el gesto, y murmuró un: “Gracias”.
Ella no respondió, solo desvió la mirada con naturalidad, como si no quisiera que él notara la chispa que comenzaba a prenderse en sus pupilas. Arturo, en cambio, pensó que podría acostumbrarse a eso: a esos pequeños gestos, a esa cercanía, incluso a la forma en que ella hacía que lo rutinario pareciera ritual.
Subieron a la moto.
—¿Adónde vamos, señor Arturo? —preguntó Susan, girándose apenas para mirarlo con el rabillo del ojo.
—No lo sé. Es usted quien ha venido por mí.
—Tiene toda la razón. Déjeme pensar… ya que no he planeado nada —respondió ella, acelerando mientras avanzaban por la calle vacía.
Al llegar a una esquina, Susan giró repentinamente a la izquierda.
—¡Es contravía, señorita!
—No importa, Arturo —dijo con una calma casi poética—. Es fin de semana. Las calles están solas… y necesito ir por esa a la izquierda.
Arturo no dijo nada más. Se aferró un poco más fuerte a la parte trasera de la moto. No por miedo, sino por esa extraña sensación de que a veces uno necesita ir en contravía para encontrar algo que nunca pensó que buscaba.
Susan condujo con destreza. A tan solo dos cuadras, se detuvo frente a una licorera iluminada con luces cálidas. Apagó la moto y ambos descendieron. Arturo entró primero, guiado por una intuición que no había sentido en años. No buscó lo más caro ni lo más elegante. Eligió con una mezcla de intuición y discreción una botella de Gato Negro Cabernet Sauvignon 2010. Al salir, Susan observó la etiqueta y le sonrió.
—Buena elección —dijo, tomando la botella entre sus manos—. El vino es una de mis bebidas favoritas.
—Pienso igual —respondió Arturo mientras caminaban hacia la moto—. Uno no destapa una botella de vino con cualquiera… muy distinto a lo que pasa con otras bebidas.
Susan asintió y agregó:
—Además, el vino aguanta largas conversaciones. Tiene paciencia… como algunos silencios.
Subieron a la moto. Una vez más, Susan tomó las correas del casco de Arturo y las abrochó con delicadeza, como si fuera un rito íntimo que ya les pertenecía.
Condujeron unos minutos más hasta que, a mitad de una calle oscura, Susan habló sin mirar atrás:
—Quiero sentir el frío de la ciudad, apartarme un ratico de la urbe… que vayamos lejos. Que nos sentemos en una piedra, en un tronco, o en el pasto. Donde no haya ruido.
Arturo sonrió. Apoyó su mentón partido en el hombro de Susan, con una ternura sin defensas, y le susurró al oído:
—Nunca me había subido a una moto. Esta es mi primera vez. Y aunque siento un poco de temor… si muero hoy, moriré tranquilo.
Susan soltó una carcajada espontánea que rompió el silencio de la calle. Y como si fuera una señal de libertad, aceleró de golpe. Arturo, sobresaltado, la abrazó con fuerza.
—¡No tan rápido, por favor! —le gritó con media risa, medio suplica.
—Está bien —dijo ella, bajando la velocidad, sin perder la sonrisa—. No quiero ser la culpable de su primer y último viaje en moto.
El trayecto se transformó en algo especial. Subieron por caminos curvos, ascendiendo por el cerro, mientras las luces de la ciudad iban quedando atrás, como luciérnagas lejanas. Susan disfrutaba del contraste: irse alejando poco a poco de lo urbano, de los semáforos, del concreto, mientras una neblina ligera comenzaba a enredarse entre las ramas.
El destino era un mirador, uno de los más cercanos a la casa de Arturo, pero mucho más lejano al de Susan. Aquel lugar, en la jerga local, era conocido como "Ruido-al-toque". Estaba enclavado en la montaña, entre curvas de asfalto frío y aromas a eucalipto y tierra húmeda.
Al llegar, encontraron a otras personas que también habían elegido aquella noche para mirar la ciudad desde arriba. Susan estacionó con destreza. Ambos se quitaron el casco y el chaleco. El viento les golpeó el rostro como una caricia salvaje y despierta. Arturo, con la botella de vino aún en la mano, bajó de la moto con una lentitud que no era torpeza, sino una especie de asombro.
—Nunca pensé que terminaría en un lugar como este contigo —dijo, mirándola a los ojos.
Susan no dijo nada. Solo lo tomó de la mano y lo guió hacia una roca grande que sobresalía del monte, donde se podía ver toda la ciudad titilando como una constelación viva.
aminaron unos metros, adentrándose entre los árboles como si estos fueran un pasadizo secreto hacia otro mundo. La tierra estaba húmeda, y el crujido de las hojas bajo sus pies se mezclaba con el murmullo lejano de voces y risas. El viento parecía más limpio allá arriba, como si hubiera pasado por un filtro de montaña antes de llegar a sus pulmones.
Al llegar al mirador de Ruido-al-toque, se detuvieron.
Desde allí se veía toda Bucaramanga, y más allá también: Ratifué, Laflorida… una secuencia de luces que titilaban como si las estrellas hubiesen caído a vivir entre edificios y calles.
Se sentaron sobre un tronco caído. No dijeron palabra. No hizo falta. El silencio no era vacío: era una presencia, un susurro compartido. El aire mismo parecía pedirles que no hablaran todavía.
“Cállense, admiren y en un rato dicen lo que quieran. Esto no es de todos los días. Relájense… y dejen que la naturaleza actúe”.
Así fue. Cerraron la boca, pero abrieron los ojos y los sentidos. Respiraron hondo. A lo lejos, otras personas hablaban, reían, fumaban, tomaban… cada quien en su ritual. Pero el de ellos era otro, más callado, más contemplativo.
Susan rompió el silencio con una observación que venía desde dentro:
—Me gusta el olor de este lugar. Es fresco… Mi nariz se siente distinta aquí. Respiro distinto.
Se quedó pensando unos segundos más y añadió:
—Estar aquí me recuerda que soy un ser humano… como todos, como cualquiera. Pero también que tengo la opción de mejorar mi vida y la de los demás.
Arturo la miró, no con sorpresa, sino con una admiración que crecía en él como una brasa tranquila.
—Estás aquí arriba ayudando… o abajo sin hacer nada —respondió, casi como si se respondiera a sí mismo.
Susan sonrió levemente, no con sarcasmo ni con duda, sino con una ternura escéptica.
—Cada día sin ayudar es un día perdido —dijo, como si hubiera llegado a esa conclusión mucho antes, pero aún no la había dicho en voz alta.
Entonces Arturo, con ese tono de voz bajo y honesto que solía usar cuando hablaba de lo que amaba, volvió a insistir:
—Deberías trabajar con nosotros en la fundación. Prometo que no es solo hacer juegos o dar clases.
Susan desvió la mirada hacia las luces de la ciudad.
—Prometo pensarlo… seguir pensándolo. Es que no me veo ahí, Arturo. No con una nariz roja, ni jugando en medio de otros.
—No pienses en eso —le dijo él con un brillo sutil en los ojos—. Mejor imagina las sonrisas. La risa de los niños. Lo que provocas cuando llegas. El puesto suena atractivo: recibir un pago mientras haces reír… no cualquiera lo logra.
Ella entrecerró los ojos, casi divertida.
—¿Recibir un pago mientras me río? ¿Así funciona?
—No siempre. Pero es posible —dijo él, levantando una ceja—. Yo lo hice. Soy tímido, lo has notado… pero detrás de la nariz roja, pude hacer mucho más de lo que creía posible. Es como si me prestara otro corazón. Uno más valiente.
Susan no respondió de inmediato. Se quedó observando las luces lejanas, y por un instante pareció que iba a decir algo… pero se quedó callada.
El silencio volvió. Esta vez no era una orden, era un descanso.
-La idea no me desagrada. Me gusta el hecho de que los niños puedan ver algo más de aquello que viven a diario en el hospital. Me gusta que sueñen con vivir en otro lugar y no se acostumbren a las inyecciones. -Acepte señorita Susan. Sé que quiere. Lo percibo. -Enserio, lo voy a pensar. Mejor cuénteme ¿de dónde sale la idea de ponerle al programa de la fundación: niños cangrejos? -El signo zodiacal del cáncer es el cangrejo, así que solo lo tome y lo use. respondió Arturo. - Claro que antes de llegar a ello mire palabras en latín, griego, sus raíces y lo que más se podía manejar era esa palabra para los niños ya que ellos lo toman como un juego y es bueno, dado que de eso se trata. - “Fundación yo quiero ayudar” y su programa “niños cangrejos”. - ¿Entonces… entra a Fundayudar? -Eso aún no va a suceder. - respondió ella. Susan percibió que Arturo no se tomó bien aquella última frase y para ayudar un poco con el ambiente que se intentaba crear abrió su bolso y saco de allí lo que había llevado. - ¿quiere almendras con pasas o chocolate? -Las dos. –dice él con cierto desgano. Ella le entrego los dos paquetes de alimentos que había comprado antes de llegar a recogerlo. - ¿Quiere? -le preguntó él. -SÍ. -No le daré porque son míos. -Los traje para los dos. - menciona entre risas. -No, usted los trajo para mí, yo lo sé. -Es cierto. Pero deme... –intenta Susan raparles los paquetes de las manos. Arturo accede y le da de aquellos alimentos, depositando un pedacito de choclate en la boca de ella, después de ello guardaron silencio por un rato y observaron las luces de la ciudad dejándose maravillar un poco por aquello que habían subido buscando, pareciendo entonces dos niños en una estación de bus esperando que pase el transporte escolar.
Susan se relamió los labios tras el trozo de chocolate, como si guardara un secreto dulce entre las mejillas. Arturo apenas la miró de reojo, y por primera vez desde que estaban allá arriba, su rostro pareció flotar entre la melancolía y la ternura.
—Gracias por traer eso —dijo, al fin, con más gratitud de la que aparentaban sus palabras.
Susan no respondió con palabras, solo se acercó un poco más, buscando calor o quizás solo queriendo acortar la distancia entre los dos. Sus piernas se rozaban apenas, pero eso bastaba. El viento seguía soplando, fresco, sin apuro. Abajo, las luces titilaban como promesas pendientes. Arriba, ellos dos estaban quietos, en pausa.
—¿Sabes qué más me gusta de estar aquí? —preguntó Susan después de un rato, con voz suave, sin buscar un gran momento.
—¿Qué?
—Que puedo hablar contigo sin tener que pensar mucho en lo que digo. Sin sentirme rara.
Arturo no respondió de inmediato. La miró, no con sorpresa ni con juicio. Solo la miró como si fuera la primera vez.
—Tú rara eres… pero eso está bien. A veces lo raro es lo más auténtico que se tiene.
Ella sonrió, un poco tímida. Luego bajó la mirada hacia sus manos, jugueteando con el envoltorio del chocolate.
—¿Y tú? ¿Te sientes raro conmigo?
—Me siento... tranquilo —respondió Arturo, tras pensarlo un poco—. Como si no tuviera que defenderme.
Susan suspiró. No era un suspiro cansado, sino más bien uno de esos que se escapan cuando el alma se acomoda mejor en el cuerpo.
—Eso me gusta. Que nos sintamos así —dijo—. Como si fuéramos dos personas normales en una noche cualquiera, viendo una ciudad cualquiera. Pero al mismo tiempo, no.
—No. Esta noche no es cualquiera.
—Exacto.
El silencio volvió a instalarse, cómodo. El tipo de silencio que no pide ser roto. Solo compartido. Y desde ese silencio, se miraron. No como se miran dos que se gustan, sino como se miran dos que empiezan a descubrir que podrían ser parte de algo mayor. Un nosotros en construcción.
Entonces Arturo, con voz apenas audible, rompió esa atmósfera frágil:
—Si decidieras trabajar en la fundación, no cambiarías tu mundo. Pero sí podrías hacer menos oscuro el de otros.
Susan lo miró. Esta vez más seria.
—Lo voy a pensar, Arturo. Pero prométeme que si algún día entro… no me vas a poner una nariz roja de inmediato.
—Prometido. —Sonrió—. Primero te doy el chaleco.
—¿Chaleco?
—Sí, el de “ayudante en entrenamiento”. Es horrible, por cierto. Amarillo con letras azules.
—¿Eso es una prueba?
—Más bien un filtro. Si aguantas el chaleco, estás lista para el resto.
Ambos rieron. Y el sonido de sus risas, aunque suave, parecía encajar perfectamente con el murmullo de la noche.
—Cuénteme una historia de esas que no ha escrito —le pidió Susan, con la mirada perdida entre las sombras de los árboles.
—¿Justo ahora quiere que imagine algo? —preguntó Arturo, con una leve sonrisa que intentaba disimular el nerviosismo.
—Sí. Invéntela para mí en este instante… y permítale suceder aquí, en esta montaña.
Arturo guardó silencio unos segundos. La petición, aunque sencilla en apariencia, era una puerta abierta. Una oportunidad para demostrarle a Susan que no había perdido la magia con las palabras; que no solo seguía escribiendo, sino que ahora lo hacía mejor que nunca. Mucho mejor que hace diez años, cuando, desde un rincón del ejército, enviaba notas anónimas que él mismo dudaba si alguien llegaría a leer.
Inspiró hondo, dejó que el frío de la noche entrara con calma por su pecho y, con voz serena, dijo:
—Esta historia se llama El grito de la montaña. —Existió una vez —comenzó Arturo, con la voz templada por la brisa— una princesa de ojos cafés, tan profundos como el otoño, y con un don peculiar: podía ver en las personas lo que nadie más lograba percibir.
Vivía rodeada de sirvientes que la honraban cada día, pero ninguno era capaz de mirarla directamente a los ojos. Ni siquiera la gente del pueblo se atrevía a hacerlo cuando, de vez en cuando, se asomaba a la ventana de su torre.
Hasta que un día, desde lo alto de una montaña lejana, un joven bonsái de junípero la vio peinando su cabello dorado mientras contemplaba la puesta de sol. En ese instante, se enamoró perdidamente de ella.
Sin embargo, debido a su condición —y al hechizo impuesto por los dioses y por Athon, en quienes creía con devoción— no podía abandonar la cima de su montaña, condenado a permanecer allí la mayor parte del tiempo con apariencia de árbol.
Aun así, una tarde reunió el valor. Se paró en lo más alto del alcor y, confiando en que nadie sabría de dónde venía la voz, gritó con todas sus fuerzas:
—¡Princesa! ¡Princesa!... Soy un bonsái junípero… ¡y aun así la amo!
Todo el pueblo escuchó el grito. El revuelo fue inmediato. La noticia llegó a oídos del rey, quien, horrorizado ante lo que consideró una blasfemia, mandó a buscar al autor de tan osada declaración por toda la ciudad.
La princesa, por su parte, se sintió halagada. Por primera vez, alguien había desafiado las normas por ella. Deseaba conocer al valiente que se atrevió a confesar su amor. Cada mañana se asomaba a la ventana e intentaba mirar a cada persona que pasaba, buscando en sus rostros esa chispa que solo ella podía ver. Pero nunca miraba hacia la montaña… Jamás pensó que el grito hubiese venido desde allí.
Unos días después, el joven bonsái arrancó una de sus hojas y, pidiendo permiso al dios del viento, la envió flotando hasta la ventana de la princesa. En la hoja se leía:
Mi princesa, cada día me paro frente a su ventana, pero su mirada me ignora. Me pregunto si es cierto lo que dicen de usted, que puede ver lo que nadie más ve. No sé si el amor a primera vista existe, pero esto que siento es lo más parecido: mariposas en el estómago, deseo de verla, necesidad de oírla, de que me conozca… y que me ame. Estoy enamorado. Espero que quiera saber de mí: el que grita desde la montaña.
Los días siguieron su curso. El rey nunca encontró al culpable, pues cada vez que sus soldados se acercaban a la montaña, el bonsái se quedaba inmóvil, confundido entre el follaje.
La princesa, por su parte, empezó a enamorarse también. No conocía su rostro ni su nombre. Solo su voz… y eso le bastaba. Así que, con ayuda del dios del viento —que solía guardar palabras lanzadas al aire— le envió una respuesta:
Desconozco su nombre, su rostro, su fuerza y su fragilidad. Apenas reconozco su voz entre los gritos de la montaña. ¿Podría venir por mí? Anhelo tenerlo cerca.
El bonsái no respondió de inmediato. Pasaron los días y la princesa temió que la hubiera olvidado. Cayó en tristeza.
Hasta que, con el favor de Athon, se le permitió al joven despojarse por un día de su apariencia de árbol y bajar al castillo. Llevó consigo las raíces más sabrosas de oriente y cocinó con ellas un platillo decorado con una rosa multicolor que germinaba en sus ramas.
Temeroso, subió las escaleras de la torre y tocó la puerta.
—¿Quién es? —preguntó la princesa desde dentro.
—Soy… el grito de la montaña —respondió él.
Ella corrió a abrir. Y en sus ojos vio lo que nadie más veía: una llama de amor puro, imposible de apagar ni con toda el agua de los siete mares. Y también, al pequeño bonsái que había osado amar.
Tomó el plato con dulzura, y juntos compartieron la comida más valiosa del mundo: aquella con sabor a esperanza.
Desde entonces, cada mediodía se encontraban. Sabían que, aunque el resto del día fueran dos almas separadas por la espera, al mediodía estaban juntos… y eso bastaba.
Un día, él le dijo:
—Si alguna vez no logro bajar de la montaña… salga cada mediodía a su ventana. Así estaremos juntos.
Y ese día llegó. Volvió a su montaña y no pudo volver a cambiar su forma. Pero antes, lanzó un último grito:
—¡Princesa, princesa! ¿Quiere estar conmigo hasta el apagón eterno de Athon?
Ella sonrió desde su ventana y respondió:
—Claro que sí, mi amado. Por siempre… hasta el apagón del sol.
Lo que ninguno sabía es que el rey, en silencio, había ordenado rodear la montaña. Ese mismo día, el joven fue capturado y condenado a muerte.
La princesa esperó. Y esperó. Pero él no volvió.
Hasta que un mediodía, mirando hacia la montaña, escuchó su voz entre el viento:
—Princesa… princesa… hace unos días morí a manos de su padre. Pero no dejaré que él ni la distancia nos separen. Le prometí que estaríamos juntos. Y cumpliré, sin cansancio.
Desde entonces, cada día al mediodía, la princesa se asomaba a la ventana. Escuchaba su voz traída por el viento del dios del aire, esperando el día de su muerte para unirse, por fin, a su amado.
La princesa murió. Y cuando despertó… el bonsái aún la esperaba.
—¿Eso sucedió en esta montaña? —preguntó Susan.
—En esta misma —respondió Arturo—. Justo aquí se paró el hombre enamorado y le dijo por primera vez que le gustaba. Que la quería.
—¿Y por qué no fue hasta la ventana de la princesa y se lo gritó?
—Porque nuestro enamorado es un poco tímido, un poco torpe. Además... ¿qué le aseguraba a él que la princesa lo correspondería?
—Quizás puede intentarlo.
—Quizás... aún no es el momento.
Se miraron. Solo estaban ellos dos. En su silencio. En su mirada. En su montaña.
—Ahora cuéntame tú una historia —le dijo él.
—No soy buena para eso —respondió Susan—. Mi ingenio es más de papel; una hoja de cuaderno, incluso una servilleta, sería mejor que inventar algo así, de repente.
—Te espero... piensa, y te escucho —la animó Arturo, con voz suave.
—Tengo algo guardado en el celular. Si quieres, puedo leértelo.
—Claro que sí. Estaré encantado.
Susan encendió su celular y, tras unos segundos de búsqueda en sus archivos, encontró la carta que Arturo había publicado en su muro de Facebook, aquella por la cual Hugo le había reclamado meses atrás. Con una leve sonrisa en los labios, comenzó a leer.
Solo la observo por la pantalla de mi celular, pero eso me basta por ahora... va de la mano con mi forma de ser.
Aunque no es acorde a mi forma de sentir.
Porque, fíjese usted, después de tanto tiempo sin verla, aún la siento. Lo admito.
No la tengo cerca, y sin embargo, psicológicamente las conmociones me han alterado.
Estos sentimientos son el resultado de las emociones, que pueden ser verbalizadas y que, a su vez, nacen de estados emocionales causados por la liberación de neurotransmisores y hormonas.
Luego, esas emociones se vuelven sentimientos… y, finalmente, lenguaje.
Conductualmente, las emociones nos posicionan frente al entorno. Nos impulsan hacia ciertas personas, objetos, acciones e ideas.
Y en mi caso, señorita Su, todo me impulsa hacia usted.
Atentamente,
Arturo Jerez
Arturo la reconoció al instante. Su rostro se encendió de rojo.
Susan terminó de leer. Guardó el celular lentamente, como quien deja reposar un recuerdo, y volvió a mirar a Arturo. Sin decir palabra, se acercó y le dio un beso en la mejilla, allí, en aquella montaña.
Él, aún ruborizado por la lectura, no alcanzó a decir nada. Solo sonrió, con esa timidez que siempre lo delataba.
—Señor Arturo —dijo Susan, con una voz más suave de lo habitual—, esto lo encontró Hugo en su perfil de Facebook y me lo compartió hace muchas noches.
Él creyó que yo estaba saliendo con usted… e imaginó que había entre nosotros algún tipo de romance.
Qué alejada estaba yo de esa idea, pues por aquel entonces no sabía que el payaso Pink, en realidad, era Arturo Jerez.
—No lo recordaba… —murmuró Arturo, incómodo—. Prometo borrarlo de Facebook. No quiero causarle problemas con su esposo.
—No es necesario —respondió ella, mirándolo con calma—. Esa conversación ya la tuve.
¿Desea saber en qué terminó toda esa noche?
—Sí… sí, me gustaría saberlo —dijo Arturo, bajando la mirada—. Y también… reconsiderar mi acto.
—Lo sabrá, Arturo. Pero no hoy. Hoy no. Aún es pronto para que sepa cómo terminó aquella charla.
De todas formas, me gustó mucho lo que escribió. Me llevó de vuelta al batallón del ejército… y me hizo recordar el estilo de sus notas.
¿No tendrá alguna por ahí? Me encantaría volver a escucharle.
—No tengo —respondió él—. Pero… podría escribirle una. Claro, si no le incomoda.
—Jamás lo haría.
Aquella vez, Susan llevó a Arturo hasta su casa. Aun mientras descendían por la montaña, disfrutaron del recorrido en silencio. No dijeron una sola palabra sobre lo vivido, pero el silencio no pesaba: parecía más bien un puente invisible que los mantenía unidos.
Al llegar, Susan aparcó la moto, se acercó a él y con delicadeza desajustó las correas del casco de Arturo. Se lo quitó despacio, como si estuviera desenredando algo más que una simple protección. Luego lo miró con una media sonrisa.
—Me gustó estar contigo esta noche —dijo—. Espero que se repita. Aún nos queda pendiente el vino que olvidamos.
Arturo, enredado entre el momento y sus nervios, soltó:
—¿Tengo otro ficho?
Susan no respondió. Solo lo miró un instante más, con una mezcla de ternura y resignación, y luego se fue.
Arturo se quedó allí, solo en la acera, con el casco en las manos y la sensación de haber arruinado —una vez más— el final perfecto con una pregunta innecesaria. Porque Susan ya se lo había dicho. Pero su torpeza con las mujeres seguía haciéndose presente, inevitable, como una sombra en cada intento de conexión.
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