CAPITULO V LUNA ROJA

 Cuando las notas de piano rezumbaron en todo el restaurante era Susan quien se encontraba maravillada con aquel sonido dado que aquella música era para ella y solo ella reconocía el significado de lo que acontecía. Sucedió que en aquel sector de Bucaramanga la energía eléctrica se suspendió por unos minutos y todo quedo oscuro, cerrándose la puerta de madera del lugar para evitar que alguna persona entrara o saliera sin ser vista. Arturo continuo con los dedos pegados al piano pensando en maravillar a Susan, queriendo trasmitirle a base de música todo el conglomerado de sensaciones que ella le transmitía a él; pensaba Arturo que la mejor sinfonía era aquella que Susan le componía en el corazón, y él quería que ella sintiera justamente eso. La afinación universal en la cual se encuentra todo lo creado es 4.40, y Susan y Arturo se sentían justamente en aquella frecuencia. En aquel instante borro de la cabeza que Susan estaba con Hugo Suarez y tenía un hijo, elimino de su espacio los 10 años en que no se vieron y se sintió como aquellos fines de semana en el ejército del batallón donde era libre por instantes y ya no tenía que seguir orden alguna de algún coronel, teniente o soldado al cual se le había dotado de autoridad y podía acercarse mucho más a Susan y hablar con ella, pues justamente aquella libertad era lo que la música le permitía. Mientras tocaba las notas de piano, Arturo cantaba en su mente frases como “¿podemos tú y yo ser más que amigos?” “podrían pasar mil noches y una luna llena y seguiría esperando que tu me quieras” “nunca es tarde para un cuento de hadas”. Cuando Arturo observo de nuevo a Susan quien aún continuaba allí parada sobre el escenario, noto que los rayos de la luna se habían colado en aquel lugar y dibujaban el contorno de la mujer, el reflejo de aquella luz de luna se veía en los ojos de Susan que sin parpadear estaban fijos en Arturo.  

 

Ella pensaba en lo pequeño que era el mundo y no se explicaba la razón por la cual Arturo había vuelto a la vida de ella. ¿Cómo era posible no haberlo reconocido con tantas charlas bajo un disfraz de payaso? La culpa la oprimía como una losa. 'Querido Pink, ya entiendo la razón de su comportamiento', se dijo así misma, mientras una lágrima solitaria surcaba su mejilla. Las notas dejaron de sonar, pero la melodía resonaba aún en su interior, como un eco de un pasado que creía enterrado. Las personas del lugar aplaudieron al músico que sin electricidad había seguido haciendo música. Arturo bajo del escenario y fue a la mesa donde Susan había estado sentada momentos antes. Allí se encontraba la taza de café vacía, al igual que el asiento donde ella debería estar. Tal ausencia la tomo Arturo como la última señal que la vida, el destino o Dios le enviaban para decirle que ella no estaría a su lado. Recordó también la advertencia hecha por Dormitar cuando le dijo: “hace bien señor Arturo, vaya, hágame caso, no pierda la iniciativa. Mientras más rápido vaya más rápido acabaremos con esto”. Se reprochó por haberlo escuchado y dejarse llevar por la ilusión que un encuentro trae para terminar alumbrado por la tenue luz de la luna frente a una taza de café vacía; así estaba el hombre que se había llenado de valentía para acercarse a una mujer que no había olvidado en diez años. Ahora, bajo la pálida luz de la luna, se sentía más solo que nunca.  

Se sintió rechazado y torpe, torpe una vez más con las mujeres. Analizaba lo sucedido y pensaba que lo más correcto era haber revelado su identidad por un mensaje de celular sin esperar nada a cambio más que una respuesta corta o un Emoji de mono tapándose la boca, común por estos días. Técnicamente lo que Arturo acaba de recibir, si es que la vida real tuviera Emoji, seria unos cuantos de caca. Pensó en no hacerse malas ideas y evitar especular tomándose una taza de café, pero recordó que no había electricidad en aquel momento y que tal deseo le resultaría difícil. Arturo se sentía como un náufrago en medio de un océano de dudas. ¿Habría sido tan evidente su torpeza? Se mordió el labio, recordando las innumerables ocasiones en las que había tropezado con sus propias palabras frente a una mujer que le interesaba. La música, su refugio, parecía no poder consolarlo en ese momento. 

-Cuenta de esta mesa, por favor- le dijo a la mesera que paso por su lado.  

Al poco rato, la dueña se acercó a Arturo y le dijo: -Solo se debe un café, pero la casa invita. ¿No le gustaría comer algo?  

Arturo siempre se ha caracterizado por ser modesto y evitar incomodar a las personas o aprovecharse de ellas, así que respondió de forma negativa  

-Muchas gracias, así estoy bien.  

-La mujer que canto lo hizo de forma esplendida, y usted toco el piano magistralmente. Mientras estaban en el escenario escuche muchos comentarios buenos al respecto por parte de los clientes, y algunos desean volver la próxima semana. ¿Estaría mal, entonces, si le pidiera que vuelva al restaurante el próximo viernes? - le pidió la mujer.  

-Verdaderamente las demostraciones en público no me gustan mucho, pero no estaría mal volver el próximo viernes. Cuente conmigo.  

-Entonces acépteme algo de comer, el mejor plato de la casa. No me haga insistir señor… -ella se detuvo, no sabía el nombre de este músico escondido.  

-Me llamo Arturo-le dijo.  

-Mi nombre es Téh. –le agrego la mujer.  

-¿Téh? ¿A quién se debe su singular nombre?  

-A mis padres. Amaban el té y en honor a ello quisieron llamarme así, salvo una leve innovación con la letra hache.  

-Muy ingeniosos –dijo Arturo.  

-Y casual, dado que resulto que yo amaría el café al crecer. Así que en cierta medida respondí a ese amor que ellos se profesaron, es que según me contaron se conocieron en una cafetería y nunca se atrevieron a decirse nada y después de un tiempo no volvieron a verse. Un día en la misma cafetería se volvieron a encontrar y mi padre invito una taza de café a mi madre, pues había notado que ella siempre hacia el mismo pedido: “una taza de té con dos de azúcar y galletas”. Luego mi padre se acercó y le hablo, y con los meses le confeso que desde que la vio gusto de ella, y que incluso la extraño cuando dejo de verla, pero que en ese tiempo no la había olvidado. 

La historia de Téh y sus padres lo conmovió profundamente. Aquella simple taza de café había sido el comienzo de una gran historia de amor. ¿Podría él escribir su propia historia de amor, o estaría condenado a repetir los mismos errores? 

 

 

-Bonita y romántica historia. –dijo Arturo.  

-Eso no lo es todo, tengo una hermana gemela. ¿Adivina cuál es el nombre de ella? 

 -Lo ignoro completamente- dijo Arturo- ¿galleta? ¿Azúcar?  

-Casi da con el nombre señor Arturo. A mi hermana le pudieron por nombre “Dulce”. Así que tuvieron “Téh” y “Dulce” por siempre.  

Téh y Arturo rieron un poco por aquella última frase, y es que aquella mujer amada contar la historia a todo aquel que podía. Sin dar más preámbulos, ella insistió: - ¿El mejor plato de la casa?  

-Está bien, pero solo por esta vez. –respondió él con confianza.  

-Que así sea. Una cosa más señor Arturo y dejo de incomodar…  

-No lo hace- dijo cortésmente. -…la mujer que canto está en la mesa bajo la luna roja. Lo está esperando.  

Aquel mensaje le resulto a Arturo un poco abrupto. Pensó que Susan se había marchado y resulto que no había sucedido de tal forma. Se le hizo un nudo en la garganta que, de tener el mejor plato de la casa frente a él, no hubiera podido tragarlo. Dada la oscuridad del momento, en las mesas pusieron velas rojas para alumbrar a los clientes. La escena entonces se hacía un poco más mágica de lo que había comenzado con aquellos bombillos vintage alumbrándolo todo. Arturo observo frente a él y allí, a lo lejos, vio a Susan Blue sentada con su rostro siendo alumbrado por una vela roja. Paralizado y con la puerta del restaurante cerrada, se llenó de valentía y camino hacia ella. Tales pasos eran iguales a aquel día en que siendo Pink se acercó a Susan por primera vez, con la diferencia que no había nariz de payaso roja que lo protegiera. Susan volteo a mirar, y entre la luz de la luna y el fuego de las velas rojas reconoció a Arturo que se acercaba. Ella también se sentía un poco tímida y torpe y con las manos sudadas. Quisieron engañar sus mentes pensando “ya nos hemos visto antes, no existe nada que temer”, pero solo aquellos que han sentido verdadero gusto por otra persona saben cómo es que los nervios se apoderen de la totalidad del cuerpo humano. Con el piso empedrado las piernas de Arturo tambaleaban más. Se acercó a la mesa y de nuevo la observo. Allí estaban Susan y Arturo en lo que podría llamarse “por primera vez”; seria aquella luna roja la única testigo de la charla que se daría y seria ella misma la que con su leyenda grabada haría que continuaran hablando.  Arturo se acercó a la mesa, su corazón palpitando con fuerza. La luz de la vela roja proyectaba sombras alargadas en su rostro, haciéndolo parecer más misterioso de lo que era. Al ver a Susan, sintió una oleada de emociones: alegría, nerviosismo, y un profundo anhelo. Sus ojos se encontraron y por un instante, el tiempo pareció detenerse. 

Susan, por su parte, se sentía como una adolescente enamorada. Sus mejillas se colorearon y sus manos sudaban. Intentó mantener la calma, pero era imposible. Recordó la primera vez que lo vio, disfrazado de payaso. ¿Quién hubiera imaginado que volverían a encontrarse en un lugar tan romántico? El aire entre ellos estaba cargado de tensión. Ninguno de los dos sabía qué decir. Arturo tomo asiento y Susan permaneció sentada con tanta timidez como no ha tenido nunca, depositando sus manos en medio de sus piernas por debajo de la mesa. Suspiro fuertemente y miro los ojos de Arturo. Finalmente, Arturo tomó una profunda respiración y comenzó a hablar, su voz temblorosa. 

 -No sé cómo empezar... -murmuró. 

-La verdad está en sus ojos- le dijo ella.  

Arturo sonrió con aquel comentario, sintiendo un calorcito agradable en el pecho. Susan recordaba hasta la más mínima de sus frases. Era evidente que ella también guardaba un cariño especial por aquellos momentos en el hospital, disfrazado él de payaso. 

—Jamás he querido incomodarle, señorita Susan. Llegue a usted por casualidad, créamelo. 

—No me incomodan los encuentros casuales, menos si son con usted. Verdaderamente nunca me lo hubiera esperado. 

—Qué bueno que no se moleste. 

—Jamás lo haría. Lo que sí me perturba un poco es no haberme dado cuenta desde el principio con quien estaba tratando. Y no porque me incomode, le repito, sino porque por momentos quise hablarle de cosas personales, buscando en usted un confidente. 

Aún puede hacerlo. Si quiere. 

—No, no es momento de hablar de esas cosas. De igual forma, muchas gracias por los momentos en el hospital. La pasé muy bien a su lado. Qué buena terapia hace señor Pink. 

Arturo sintió un nudo en la garganta. Aquellas palabras resonaban en su interior como una melodía dulce y melancólica. "Señor Pink". El nombre que había elegido para ocultar su identidad ahora se sentía como una barrera entre ellos. Deseó con todas sus fuerzas poder quitarse esa máscara y ser él mismo. 

—Ha sido todo un placer. — respondió, su voz un poco más ronca de lo habitual. 

Arturo se tranquilizó en aquel momento al igual que Susan. La conversación fluía con una naturalidad que los sorprendió a ambos. Era como si el tiempo se hubiera detenido, y solo existieran ellos dos y las llamas danzantes de las velas. Hablaron de Jimi Hendrix, de la voz conmovedora de Mercedes Sosa, de libros que habían marcado sus vidas: "Opio en las nubes" de Rafael Chaparro Madiedo, "El caballero de la armadura oxidada", "El fantasma de Canterville" y el enigmático "Libro de Urantia". Cada título era una puerta que abrían hacia recuerdos compartidos, sueños y reflexiones. 

Susan, con los ojos brillantes, lo escuchaba atenta. Arturo, por su parte, se sentía como un niño mostrándole sus juguetes a su amiga más querida. Y así, entre risas y confidencias, fueron recorriendo los diez años de ausencia, llenando los vacíos dejados por el tiempo. Al final de la noche, con la luna iluminando sus rostros, Arturo le prometió enviarle algunos fragmentos de sus escritos, aquellos que había reunido en un archivo llamado "Cuentos cortos de historias largas". Una promesa que hizo nacer una pequeña chispa de esperanza en el corazón de ambos. 

 

Hablaron de los días en el ejército. No con nostalgia, sino con ese sabor agridulce que dejan las memorias que uno quisiera olvidar, pero que, sin querer, siguen allí, agazapadas en alguna parte del alma. 

—¿Te acuerdas de la orquesta? —dijo Susan, con una sonrisa tenue que apenas se insinuó en sus labios—. Ensayábamos en aquel salón frío, con más eco que música. 

Arturo asintió, dejando escapar una leve risa. 

—Claro. Tú con esa flauta que sonaba como un suspiro... y yo tratando de hacerle segunda con una guitarra vieja y sin cuerdas completas. 

Por un instante, la tensión entre ellos se suavizó. Pero no tardaron en sumergirse en recuerdos más densos. 

—También fue allí donde casi te rompen la cara —murmuró Susan, bajando la mirada. 

Arturo se encogió de hombros, como si el dolor de aquel golpe ya no doliera, aunque su tabique desviado dijera lo contrario. 

—Ese imbécil se lo merecía —dijo con un dejo de rabia aún viva—. Nadie tenía derecho a tocarte así. 

Susan lo miró con algo que parecía una mezcla de ternura y culpa. 

—Fuiste tan impulsivo... y tan valiente. Recuerdo cómo sangrabas. Pensé que te desmayarías. 

—Y al final, nos metieron a los dos al calabozo. —Arturo dejó escapar una carcajada seca—. Castigado por defenderte. 

—El coronel Pérez no quiso hacer excepciones. —Susan se puso seria—. Sabía lo que había entre nosotros. Y también sabía que si tomaba partido por ti... no podría seguir escondiendo su admiración por mí. 

—¿Admiración? —Arturo arqueó una ceja. 

Susan no respondió. Solo desvió la mirada hacia un punto invisible en la habitación. 

El silencio se estiró por un momento, hasta que ella retomó, casi en un susurro: 

—Y después... lo de las cartas. 

Él frunció el ceño. 

—¿Todavía lo recuerdas? 

—¿Cómo olvidarlo? —respondió, sin mirarlo—. Aquel anónimo que recibí en mi taquilla. Eran tus palabras. Lo supe años después. Pero en ese momento, creí que eran de Hugo Suárez. 

Arturo suspiró, cerrando los ojos. 

—Nunca tuve el valor de decirte que eran mías. 

—¿Y por qué no lo hiciste? 

—Porque tú... tú sonreías cada vez que él te hablaba. Y yo, simplemente, no podía competir con eso. Preferí que alguien más se llevara el mérito a ver cómo tú despreciabas lo que salía de mí. 

Susan lo miró, dolida. 

—Él se adueñó de tus palabras, Arturo. Y yo me enamoré de una mentira. 

—Y yo viví diez años preguntándome qué hubiera pasado si hubiera firmado esas notas. 

Ambos callaron. 

En sus ojos no había ya enojo, ni rencor. Solo la tristeza de haber dejado que el miedo decidiera por ellos. 

—A veces pienso —dijo Susan, rompiendo el silencio— que tal vez estábamos destinados a encontrarnos... pero no a quedarnos. 

Arturo no dijo nada. Solo miró la cicatriz en su nariz reflejada en el vidrio de la ventana. Una herida vieja que ahora dolía de otro modo. 

Mientras el reloj avanzaba en su murmullo constante y las luces de la ciudad comenzaban a titilar con ese brillo nostálgico que anuncia la noche, Arturo y Susan dejaron que el pasado se hiciera presente, como si las palabras tejieran una lenta canción de regreso. Hablaban en voz baja, casi como si temieran despertar las sombras de aquellos días en el ejército, donde todo parecía más crudo y al mismo tiempo más real. 

Recordaron con una mezcla de risa y melancolía los ensayos con la pequeña orquesta militar, donde ella tocaba el violín con una dulzura que desarmaba incluso al soldado más severo, y él, siempre atento, encontraba cualquier excusa para sentarse cerca de ella, aunque fuera a afinar un instrumento que no sabía tocar. Fue en uno de esos días, entre partituras mal leídas y silencios cargados de insinuaciones, donde sus miradas comenzaron a encontrarse con una intención más profunda, con un lenguaje que no necesitaba palabras. 

Susan, sin apartar los ojos de la taza de café entre sus manos, sonrió con cierta timidez al evocar aquel episodio que, aunque violento, marcó el inicio de algo que ninguno de los dos pudo olvidar. Fue cuando un soldado —un hombre sin escrúpulos ni respeto— se atrevió a tocarla de forma indebida. En un instante, Arturo se levantó como impulsado por una fuerza instintiva, ciega, y sin medir consecuencias, arremetió contra él. Recibió un golpe brutal en la nariz, que lo dejó sangrando y con el tabique desviado para siempre. Lo tuvieron que llevar de urgencias al dispensario, pero a pesar del dolor y la sangre, lo único que le importaba era que ella estuviera bien. 

El coronel Pérez, jefe del batallón y admirador silencioso de Susan, no tardó en intervenir. Ordenó que tanto Arturo como el agresor fueran encerrados en el calabozo, como castigo ejemplar. A Susan no le tembló la voz al ir a hablar con él, exigiendo justicia, pidiendo que se reconociera la diferencia entre defender y agredir. Pero el coronel, consciente del motivo pasional que movía aquella disputa, prefirió mantener una imparcialidad calculada. No quiso mostrar debilidad, ni favoritismo, aunque en sus ojos se notaba que cada gesto de Susan le removía algo más allá del uniforme. 

Arturo, desde su celda, no se quejaba. A pesar del dolor físico, había en él una especie de orgullo silencioso: por ella, valía la pena cualquier herida. Y aunque nunca se lo dijo entonces, Susan lo supo. Lo supo por la forma en que él la miraba incluso desde el encierro, con esa mezcla de ternura y entrega que sólo el amor verdadero puede provocar. 

También recordaron, con menos risa y más incomodidad, aquel episodio de las cartas anónimas. Durante semanas, Susan recibía pequeñas notas escritas con una caligrafía temblorosa pero sincera. Eran versos torpes, metáforas prestadas, fragmentos de canciones. Ella las atesoraba sin saber quién era el autor, creyendo en secreto que podían venir de Arturo. Pero entonces apareció Hugo Suárez, un compañero oportunista, y se atribuyó la autoría de aquellas palabras. Susan, halagada y confusa, permitió que naciera una simpatía por ese impostor que se prolongó por meses, alimentada por la mentira. 

Arturo nunca dijo nada. Se quedó al margen, tragando su silencio, viendo cómo sus palabras —sus verdaderas palabras— se volvían herramientas en manos de otro. Tal vez por miedo, tal vez por orgullo, no reclamó lo que era suyo. Y Susan, aunque tardó en descubrir la verdad, nunca dejó de sentir que algo no encajaba en todo aquello. 

—¿Y tú, por qué nunca dijiste que eras tú? —le preguntó Susan esa noche, con un susurro cargado de viejos reproches disfrazados de curiosidad. 

—Porque pensé que si lo sabías, ya no las leerías igual —respondió Arturo con una sonrisa triste—. Pensé que si sabías que venían de mí, dejarían de emocionarte. 

Susan guardó silencio. Quizás tenía razón. O quizás no. Pero en ese momento, en ese reencuentro de memorias y heridas compartidas, todo parecía flotar en una ternura melancólica, como si al recordar, pudieran, por un instante, volver a ser quienes fueron. O incluso, volver a ser lo que aún no se atreven a ser. 

La conversación fue volviéndose cada vez más íntima, como si las palabras no salieran ya de sus bocas, sino directamente de sus recuerdos. No necesitaban mirarse para entenderse; bastaba el silencio compartido, la pausa precisa, el suspiro leve después de cada historia. Afuera, la noche avanzaba como un río manso, y adentro todo parecía suspendido entre el pasado y la posibilidad de algo nuevo. 

Susan se reclinó en el sofá, con el cabello cayendo suavemente sobre sus hombros, mientras Arturo jugueteaba distraídamente con una cucharilla, evitando que sus dedos traicionaran los nervios que sentía. Habían pasado diez años desde aquellos días, y sin embargo, el recuerdo de ella seguía intacto, como un retrato que el tiempo no logra desdibujar. 

—¿Sabes qué recuerdo también? —dijo Susan, bajando la voz hasta hacerla casi un susurro—. El día que llovió tanto, justo después de que salieras del calabozo. 

Arturo la miró con asombro. No pensaba que ella lo recordara. Para él, había sido uno de esos momentos que se clavan en la memoria como una espina dulce: la lluvia torrencial sobre el patio del cuartel, el barro, el olor a tierra mojada... y ella, corriendo bajo el aguacero para darle una bufanda seca, como si aquel simple gesto pudiera cubrir todas las heridas. 

—Nunca supe si lo hiciste por pena... o por amor —dijo Arturo, sin apartar la mirada. 

Susan se encogió de hombros y no respondió de inmediato. En sus ojos danzaban luces antiguas, luces que Arturo reconocía como las de un corazón que ha amado, pero que también ha tenido que callar. 

—A veces ni yo lo sé —respondió finalmente—. Pero lo hice. Y no me he olvidado. 

Una pausa los envolvió. Dormitar, el gato, los observaba desde una esquina, como si fuera el guardián silencioso de aquella escena. En su mirar felino había algo de complicidad, como si entendiera que, aunque el tiempo los había separado, lo esencial no se había perdido del todo. 

Arturo quiso decir algo más, algo que tal vez no hubiera dicho nunca. Quiso hablarle de las veces que soñó con ella en medio de la madrugada, de cómo su risa era el único eco que aún resonaba en los pasillos vacíos de su memoria, de cómo sus cartas —las verdaderas— aún dormían en un cajón que jamás había podido cerrar del todo. 

Pero en lugar de palabras, fue un gesto lo que nació: acercó su mano lentamente, sin presionar, dejándola apenas rozar la de ella, que descansaba sobre la mesa. Susan no la apartó. Tampoco la estrechó. Simplemente permitió que la piel hablara, que el roce dijera lo que ninguno de los dos se atrevía a nombrar. 

—¿Y si esta vez no dejamos que las cartas hablen por nosotros? —preguntó Arturo, rompiendo el silencio con una ternura temblorosa. 

Susan cerró los ojos un instante. Tal vez para contener una emoción. Tal vez para que su alma no se derramara en una sola lágrima. 

—Tal vez... —susurró—. Pero tienes que prometerme algo. 

—Lo que sea. 

—Que si esta vez también duele, no escribirás para esconderte… sino para quedarte. 

Arturo la miró, profundamente. Y por primera vez en mucho tiempo, sonrió sin miedo. 

—Entonces me quedaré —dijo—. Incluso en las palabras. 

Arturo no pudo disimular la sorpresa cuando escuchó, de los labios serenos de Susan, que el hijo que tenía era de Hugo. Por un instante, el silencio se volvió más denso que el aire, más elocuente que cualquier palabra. No se dijeron nada, pero en sus miradas flotó la misma imagen, tenue y dolorosa: aquel niño pudo haber sido suyo, de ellos dos, si el destino no se hubiera torcido por una simple, venenosa mentira. Una mentirita, como le llamaban cuando querían suavizar lo que en verdad había sido un engaño que cambió el rumbo de sus vidas. 

Susan, con los ojos anclados en algún punto indeterminado entre la taza de café y su propia nostalgia, comenzó a hablar. Su voz tenía un tono que Arturo no había escuchado antes: era suave, sí, pero también resignada. Le confesó que las cosas con Hugo se habían deteriorado cuando ella enfermó. No dio detalles, ni hacía falta. Arturo entendió que la enfermedad había revelado lo que la comodidad y la rutina escondían: la ausencia de amor. 

—Vivo con él… pero no estoy enamorada —dijo Susan, como quien deja caer una piedra en un lago quieto. 

—Vive usted con él, pero no está enamorada —repitió Arturo, no para cuestionarla, sino para comprender la dimensión exacta de esas palabras. 

—Así es. Estoy agradecida —añadió ella, casi como una justificación, como si el agradecimiento pudiera ser suficiente para sostener una vida compartida. 

Arturo bajó la mirada. No quiso debatirlo. Pero pensaba —con esa mezcla de ternura y dolor que solo los amores truncos saben provocar— que una cosa no tenía nada que ver con la otra. Agradecer no es amar. Compartir un techo no es compartir un destino. 

Lo que Susan no le confesó, por pudor o por cautela, fue que ya hacía tres meses que no vivía con Hugo. Que había empacado sus cosas en silencio, como se embalan los sueños que uno no se atreve a romper frente a otros. Que había elegido el silencio antes que el escándalo, y la distancia antes que una convivencia sin alma. Le pareció apresurado contárselo a Arturo. Tal vez por miedo a que él lo interpretara como una puerta abierta, cuando ni siquiera ella sabía si quería abrirla del todo. 

Entonces volvió la luz. No solo la de los bombillos del lugar, que había estado interrumpida por unos minutos, sino esa otra, más reveladora: la luz que no deja esconder el rostro, la que desnuda sin tocar, la que permite mirar de frente. Sus ojos se encontraron en medio de esa claridad inesperada, y sobre la mesa ya no había ni sombras ni pretextos. Era posible recorrer con la mirada cada poro de la piel, cada surco sutil que el tiempo comenzaba a dibujar en la comisura de sus labios, en la curva de sus ojos. Eran rostros marcados por la vida, por la espera, por los silencios que nunca fueron gritos pero que pesaban como tal. 

Lejos de todo resentimiento, Arturo sintió crecer dentro de sí un afecto cálido, sólido, profundo. El gusto por Susan Blue no era el mismo de antes. No era deseo joven ni enamoramiento irreflexivo. Era algo más sereno, como el amor que sobrevive al desencanto y aún así elige quedarse. No lo dijo. No hacía falta. Su mirada lo expresó con esa dulzura que sólo él sabía usar cuando se trataba de ella. 

Susan, por su parte, no se dio cuenta del todo. Tenía la mente ocupada con demasiadas cosas por resolver, y sin embargo, sin saber cómo ni por qué, algo en su interior comenzó a temblar ligeramente. Era una sensación leve, como la vibración de una cuerda apenas tocada por el viento. Algo flotaba en su pecho… algo que parecía dirigirse, lentamente, hacia Arturo. 

“Luciérnagas”, pensó él. Así llamaba a esos sentimientos que brotan cuando se está al lado de alguien que alguna vez se amó —o se soñó amar— y que luego se apagan apenas esa persona se aleja. Luciérnagas: frágiles, breves, bellas y casi ilusorias. Una chispa momentánea de calor que ilumina apenas lo suficiente como para recordar que alguna vez hubo fuego. 

Un gusto de rato, lo llamó Arturo. Un gusto pobre y diáfano, pero no por eso menos real. 

Porque a veces, eso basta para saber que lo que no fue… aún respira en lo que podría ser. 

Arturo, con esa manera pausada y sincera que lo caracterizaba cuando hablaba de lo que le importaba, le contó a Susan sobre la fundación. Sus ojos se iluminaron apenas comenzó a hablar de los niños, de cómo aquel proyecto había nacido casi por casualidad, como una semilla plantada en el terreno del dolor, y que con el tiempo había florecido gracias al amor, la constancia y un deseo genuino de aliviar el sufrimiento de otros. Le habló de sus días entre risas de niños, diagnósticos difíciles y momentos de esperanza. Le habló también del equipo humano que lo acompañaba, del esfuerzo que suponía sostener aquella casa que más que una institución era un refugio. 

Susan lo escuchaba en silencio, fascinada. Hacía mucho que no veía a Arturo tan lleno de propósito, tan pleno. Lo miró de reojo mientras él hablaba, y pensó, con una punzada suave en el pecho, que ese hombre frente a ella no se parecía tanto al joven impulsivo que alguna vez conoció en el ejército. Este Arturo tenía cicatrices, sí, pero también una ternura madura que lo volvía profundamente atractivo. 

—Y bueno… —dijo él con una sonrisa cómplice, interrumpiendo su relato y volviendo a mirarla directamente— justo ahora estamos necesitando apoyo en varios frentes: gestión humana, mercadeo, ventas, algo de secretaría… y un poco de todo, la verdad. Pensé que quizás te interesaría. El sueldo no es la gran cosa, pero hay café caliente, miradas agradecidas, y algunos niños que saben abrazar como si el mundo dependiera de eso. 

Susan soltó una risa sincera, clara como un manantial entre piedras. 

—¿Todos esos cargos, Arturo? ¿Piensas convertirme en la mujer orquesta de tu fundación? 

—Exactamente —respondió él, riendo también—. Sé que puedes con eso y más. Además… sería lindo tenerte cerca. 

Esa última frase quedó suspendida en el aire unos segundos, como si no se atreviera a aterrizar del todo. Susan bajó la mirada, jugando con el borde de su taza. La sonrisa no se le borró del rostro, pero se volvió más íntima, más pensativa. 

—Lo pensaré —dijo finalmente, con voz suave, casi como si respondiera a algo más que a una oferta laboral. 

Y era cierto. Aquella propuesta no le parecía para nada descabellada. Hacía casi un año que no tenía un empleo formal, y la búsqueda se había convertido en una sucesión de puertas cerradas y currículos ignorados. No era solo el dinero —aunque lo necesitaba—, sino también la sensación de utilidad, de pertenecer a algo más grande que su propio caos emocional. Y tal vez, aunque no lo dijera en voz alta, también sentía ganas de compartir los días con Arturo. Volver a tejer, con hilos nuevos y viejos, una cercanía que nunca se terminó de romper del todo. 

Mientras él le hablaba de los horarios, del equipo, de los niños que se convertirían en sus nuevos compañeros de oficina, Susan no dejaba de pensar en esa frase: “sería lindo tenerte cerca”. No se atrevía a preguntar si lo decía solo como jefe… o como algo más. 

Pero en el fondo, ya lo sabía. 

Eran cerca de las diez de la noche cuando Susan, con voz serena pero algo apagada, mencionó que estaba cansada. El día, la conversación, los recuerdos —todo parecía haberle cobrado un precio emocional que ahora pesaba sobre sus hombros delicados. Arturo, atento como siempre, se ofreció a llevarla hasta su casa, pero ella lo rechazó con una sonrisa amable y una explicación envuelta en timidez: “No hace falta, Arturo. Es muy pronto para eso. Además, me gusta andar sola a esta hora… me despeja la mente”. 

Él comprendió. No insistió. A veces, respetar una distancia era el acto más profundo de ternura. 

Susan pidió un taxi, y mientras lo esperaba, le prometió que le escribiría en cuanto llegara a casa. Esa promesa, breve pero cargada de un afecto silencioso, se le clavó dulcemente a Arturo en el centro del pecho. Aún bajo la luz cálida del restaurante, la vio alejarse, cruzar la calle, abordar el taxi sin mirar atrás. 

—Vivo con mi madre y mi hijo, cerca de la Universidad Industrial —había dicho minutos antes. 

Aquella frase dejó una sombra leve en el pensamiento de Arturo. No mencionó a Hugo. No dijo “mi pareja”, ni “mi esposo”, ni “el papá de mi hijo”. Solo su madre y su niño. ¿Un descuido? ¿Un olvido inocente? ¿O tal vez una verdad oculta tras una sonrisa diplomática? Arturo se quedó con la duda, pero no la forzó. No era el momento para preguntas, sino para escuchar con atención los matices de la noche. 

El taxi se perdió entre las luces del norte, y él se quedó un momento de pie, bajo el toldo del restaurante, sintiendo que algo en su interior había cambiado. Una brisa ligera rozó su rostro como si le confirmara que no había sido un sueño, que Susan Blue —la mujer de sus años pasados, la que le robó un suspiro y nunca se lo devolvió— había estado allí, frente a él, tocando nuevamente las cuerdas dormidas de su alma. 

Caminó hacia su coche con paso lento, casi meditativo, sin prisa por regresar. El corazón le latía con un ritmo diferente, como si cantara una canción que no recordaba haber escuchado antes, pero que de algún modo le resultaba familiar. Esa noche no durmió temprano. Se quedó esperando el mensaje prometido, con el teléfono entre las manos, mirando cada tanto la pantalla, imaginando cómo sería leer las palabras de Susan en la calma de la madrugada. 

Y mientras esperaba, no pudo evitar pensar en la cita que se habían prometido repetir. En los detalles por descubrir. En lo que vendría después. 

Había algo en el aire —una promesa, una chispa, tal vez una luciérnaga persistente— que no se apagaba del todo. 

La noche ya había devorado buena parte de la ciudad cuando Arturo abrió la puerta de su apartamento. El silencio del interior le resultó acogedor, como si su hogar supiera que no debía decir nada, solo ofrecerle refugio. De inmediato, Dormitar apareció en la penumbra del pasillo, como una sombra elegante con ojos encendidos. 

El gato lo miró, luego avanzó con paso lento y decidido, y se frotó contra sus piernas. Arturo, aún con el abrigo puesto, se inclinó y lo acarició con una sonrisa dibujada en el rostro. 

—¿Sabes algo? —le susurró mientras lo alzaba en brazos—. Hoy la vi otra vez… Y sí, sigue siendo ella. Susan Blue. 

Dormitar, con esa expresión enigmática que tienen los gatos sabios, se acomodó en su pecho como si le diera la razón, como si supiera que los sentimientos humanos a veces necesitan una piel caliente para no romperse. Arturo caminó hasta el sofá, se dejó caer con el animal en brazos, y cerró los ojos por un momento, como si quisiera grabar cada palabra, cada gesto, cada mirada compartida esa noche. 

—Dijo que me escribiría —murmuró mientras acariciaba suavemente el lomo del gato—. Pero ¿y si no lo hace? 

Dormitar lo miró con desdén felino, como si reprochara ese atisbo de inseguridad. Entonces, Arturo soltó una leve risa. 

—Tienes razón, no es noche para dudas. 

Fue entonces cuando su celular vibró. Una sola vez. Un mensaje. 

Arturo lo tomó de inmediato y al leer el nombre de Susan Blue en la notificación, el corazón le dio un vuelco. Se incorporó lentamente, como si cada palabra que estaba a punto de leer tuviera peso, historia y destino. 

Susan Blue: 
Ya llegué. Mi hijo ya duerme y mi madre ve televisión. 
Hoy fue… especial. No lo veía venir. 
Gracias por escucharme, por quedarte y por no hacer preguntas cuando el silencio era más necesario que cualquier palabra. 
Me gustó verte. 
Dormita tranquilo esta noche, Arturo. 
Buenas noches. 

El mensaje era breve, pero en él cabía todo. Cabía el pasado, el presente y la posibilidad de un mañana. Arturo no respondió enseguida. Solo apoyó el teléfono en su pecho, acarició nuevamente a Dormitar, que ahora lo observaba desde el brazo del sofá, y cerró los ojos con una sonrisa tenue en los labios. 

—Dormita tranquilo esta noche, Arturo… —repitió en voz baja. 

Y así lo hizo. 

Con la certeza de que, en algún rincón de la ciudad, había una mujer que también pensaba en él. 

 

 

 

 

 

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